Jaime Avilés
Ante todo, el brote de influenza que ha cambiado la vida (y la muerte) del país, es una denuncia mundial del saqueo y la devastación que millones de mexicanos hemos sufrido despiadada y sistemáticamente a lo largo de los recientes 27 años y que hoy nos ha convertido en un foco de infección para la humanidad. Era lógico que ocurriera esto. No podía tener sino consecuencias catastróficas el ejercicio de una política irresponsable que empobreció a 100 millones de personas, día tras día, hasta no dejarle a las grandes mayorías hambrientas otra salida que la emigración o el narcotráfico.
Durante el sexenio de Vicente Fox, México recibió las más abundantes ganancias de su historia por la venta de petróleo en el exterior, pero no quedó absolutamente nada de eso: el grueso del dinero fue utilizado para devolver a los más ricos de los ricos los impuestos que habían pagado; el resto, la propina, está en las trancas y el estiércol de un rancho en Guanajuato, en las empresas de los hijos de Marta Sahagún y en las cuentas bancarias de los hombres y mujeres del régimen.
En cambio, aquí, no existe un solo laboratorio, ni siquiera en la UNAM, capaz de detectar la mutación de un virus como el de la influenza porcina, que tras el exterminio de cerdos ordenado por el fanatismo del gobierno de Egipto, ahora se llama A/H1N1, para que nadie culpe a nadie. Como bien lo han documentado Enrique Galván Ochoa y Luis Linares Zapata en las páginas de este diario a lo largo de esta semana insólita, en México existía una empresa paraestatal denominada Birmex (Laboratorios de Biológicos y Reactivos de México), que según su portal electrónico surtía las vacunas, sueros, inmunoglobulinas y reactivos de diagnóstico que requieren los organismos públicos descentralizados de salud de los estados que integran la República Mexicana, y que en los hechos fue desmantelada por Fox.
Antes de éste, Zedillo acabó con el Instituto Nacional de Higiene y con el Instituto Nacional de Virología, que se dedicaban a la investigación científica de las cepas virales y al diseño de vacunas para combatirlas. Hoy no tenemos nada de eso. Los primeros casos de influenza en la ciudad de México no fueron detectados, entre otras cosas, porque la Secretaría de Salud no contaba con herramientas para identificarlos. Y no fue sino hasta días después cuando la multiplicación de los contagios y los primeros decesos movieron al médico del régimen –el siempre limitado y titubeante José Ángel Córdova Villalobos– a enviar muestras clínicas a laboratorios de Canadá, para que desde allá nos hicieran el favor de avisar qué era lo que estaba provocando esta gripe desconocida.
El planeta entero está asombrado porque, 10 días después del terrorista mensaje de Córdova Villalobos el jueves de la semana pasada a las 11 de la noche, el gobierno (o lo que que sea) de Felipe Calderón todavía no ha revelado cómo se llamaba ni siquiera una de las víctimas fatales del virus de la gripe mexicana, como tarde o temprano esta plaga será recordada por la historia. Después de un accidente aéreo, de un camionazo, de un terremoto, de una inundación, de un incendio, las autoridades suelen dar a conocer los nombres de los muertos. Pero en esta ocasión no lo han hecho y nadie sabe explicarse por qué.
No hace falta ser muy suspicaz para entender que si Calderón y su doctor se niegan a entregar esta lista de difuntos es porque ocultan datos claves que echarían por tierra su manejo del fenómeno mediante el pánico social. Por ello es fundamental que sepamos: cómo se llamaban los muertos, qué edad tenían, dónde vivían, cuál era su condición socioeconómica, a qué se dedicaban. En otras palabras, ¿en su casa contaban con agua corriente, excusado, regadera, piso de cemento y electricidad? ¿De cuántos miembros constaba la familia, cuántos dormían en un mismo cuarto, cada cuánto se bañaban? ¿Eran obesos, estaban desnutridos, cuántas veces comían al día, cuáles eras sus hábitos alimenticios? Al transitar por su barrio o pueblo, ¿pasaban cerca de criaderos de puercos, flotaba en el ambiente de su vida cotidiana excremento de aves o cerdos, trabajaban en contacto con vísceras de animales?
Una sospecha muy extendida en la sociedad mexicana –y que tarde o temprano se esclarecerá– es que los muertos de este brote epidémico pertenecen a las capas más desprotegidas de la población, es decir, que estamos ante una nueva enfermedad de la miseria, y como en México hay más de 50 millones de personas en situación de pobreza extrema, las medidas que se han aplicado hasta ahora –cierre total de escuelas, de restaurantes y bares, de oficinas públicas, de cines y teatros, de gimnasios y albercas, etcétera–, lo que en realidad pretenden es aislar a los más pobres de los que no lo somos tanto y, por supuesto, de los ricos.
En un acto más de autoritarismo, Calderón ha instaurado por sus pistolas el secreto funerario, violando el derecho a la información no sólo de los mexicanos sino de toda la humanidad. Mientras oculte datos elementales como los nombres de los muertos, el aparato del terror electrónico podrá seguir manipulándonos a sus anchas. ¿No será la hora de solicitar a nuestros amigos en todas partes una ola de solidaridad internacional en contra de esta forma de la censura? Exijamos la autopsia de esa franja de la sociedad mexicana que murió a consecuencia de esta gripe. ¿Tendremos que hacer plantones en el Zócalo, huelgas de hambre, bloqueos de carreteras o qué para que nos digan al fin cómo se llamaban los muertos?
En el continente americano, México es uno de los países más grandes y ricos en recursos naturales, pero una peste más voraz, destructiva y mortífera que la influenza de los puercos –la de los políticos neoliberales del PRI y del PAN, la plaga de los Salinas y los Zedillo, de los De la Madrid y los Fox, al servicio de un puñado insaciable de millonarios–, nos ha convertido en un país más débil, indefenso y hambriento que Haití, que apenas ocupa la mitad de una isla en el Caribe, o que la pobre Honduras, bananera sin bananas. ¿Por qué lo hemos permitido, por qué hemos tolerado que nos hicieran caer tan bajo? ¿Acaso nos equivocamos cuando salimos a las calles con banderas blancas a frenar la rebelión de los indios de Chiapas?
¿Por qué se alivian los que viven en mejores condiciones sanitarias? ¿Por qué han desatado la sicosis de que A/H1NI prefiere a los jóvenes entre 20 y 45? ¿Por qué nos hemos dejado convencer de ello si tampoco sabemos las edades de los muertos? Después de la campaña López Obrador es un peligro para México, después del fraude haiga sido como haiga sido, después de la violación de todas sus promesas empezando por la del empleo, después de la artificiosa guerra contra el narco para militarizar el país y tratar de afianzarse en el poder, a costa de la seguridad nacional junto con la de Estados Unidos, los mexicanos tenemos la claridad y la madurez necesarias para saber que Calderón es capaz de cualquier cosa: si un día se vistió de sargento para lanzar a las fuerzas armadas a una aventura trágica, ahora se pone la bata blanca de doctor para mantenernos en arresto domiciliario, sudando de pánico.
A raíz de esta gripe, dos nuevos objetivos aparecen en nuestra agenda ciudadana: exigir con todos los recursos a nuestro alcance que el gobierno (o lo que sea) entregue los nombres de los muertos, y movilizarnos por un cambio radical en materia de inversión para la investigación científica. Así como obligamos al espurio a construir una nueva refinería, ahora debemos luchar por nuevos laboratorios, y por la conservación de la filosofía, de la ética y de la estética entre las materias del bachillerato. ¡Basta, basta ya de una vez por todas, no soportemos un día más la tiranía de la ignorancia panista!
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