Porfirio Muñoz Ledo
La toma de posesión de Mauricio Funes cerró un ciclo prolongado de transición hacia la democracia en El Salvador. Fue sin duda una victoria histórica y moral de la izquierda y una derrota política de la derecha. Lejos se encuentran todavía de remontar los estragos económicos del período neoliberal, casi tan desastrosos como en México.
Finalmente se cumplieron los acuerdos “para una paz justa y duradera” signados en el Castillo de Chapultepec en enero de 1992. Éstos no pretendían únicamente cancelar la guerra civil y emprender la reconstrucción económica y social. Instauraban la vía electoral para dirimir la contienda y suponían el triunfo de cualquiera de los bandos.
A diferencia de lo ocurrido aquí durante veinte años, la izquierda no fue excluida por métodos fraudulentos del ejercicio del poder. Quedó atrás la “democracia hemipléjica”, que sólo puede voltear hacia la derecha. Fue obra de la organización, la paciencia y la determinación. También de la auténtica civilidad.
Como había presagiado el nuevo mandatario, llegaría el momento en que “un presidente conservador entregara la banda a un presidente socialista”. La dura reacción sabía que la falsificación del sufragio, por cualquier procedimiento, implicaría el retorno a la violencia. Así se lo hizo saber al gobierno la dirigencia del FMLN, de modo inapelable, el día de los comicios.
El mensaje de inauguración fue categórico en la denuncia de los errores del pasado y el fin de la impunidad. Prometedor en las medidas correctivas de la crisis, con acento en la política social y la atención a los pobres. Moderado en los referentes ideológicos con que busca ubicarse en la cartografía política del continente.
Los mayores elogios para los presidentes Obama y Lula da Silva. Fuentes de “inspiración política” y presumiblemente de soporte económico, que lo deslindan de las corrientes más radicales de la región. El contrapunto obligado: la reanudación de relaciones con Cuba el día mismo de su arribo al poder.
La más grata sorpresa: la incorporación esperanzada de los jóvenes a la lucha cívica, muchos de los cuales no habían nacido en los años del fragor bélico. La noticia más triste: la continua referencia a Sudamérica y Centroamérica -con exclusión explícita de México, tanto como la deslucida presencia de su gobierno, repudiada por los militantes.
Cómo no recordar el papel jugado por nuestra diplomacia en la pacificación del istmo. Cuando las hostilidades estallaron en 1980 presentamos ante las Naciones Unidas -a pesar de resistencias internas- la primera resolución sobre violaciones a los derechos humanos en El Salvador. Al año siguiente suscribíamos el comunicado franco-mexicano, por el que pedíamos el reconocimiento de los rebeldes como “fuerzas políticas representativas”.
Contra viento y marea creamos, junto con Colombia, Panamá y Venezuela el Grupo Contadora, dirigido a detener la intervención norteamericana y terminar los conflictos armados en El Salvador, Nicaragua y Guatemala. También para promover la democratización, afianzar la seguridad regional, restaurar el desarrollo económico y establecer vínculos institucionales de cooperación.
Ese esfuerzo -ampliado por los países “amigos” que luego se sumaron- cumplió un trayecto memorable con el beneplácito y respaldo unánime de la comunidad internacional. Más tarde se convertiría en Grupo de Río, esto es, en el esquema integrador -nunca consumado- de las democracias nacientes a una plataforma política latinoamericana.
Hoy se nos mira en el rincón de la historia y en el limbo de la geografía. Nuestro pecado mayor: el abandono de una transición necesaria y la consecuente ilegitimidad de los gobernantes. La ruptura de los pactos democráticos y su reemplazo por las complicidades oligárquicas.
En el transfondo: la clausura de la identidad nacional por las elites y el extravío de los intereses trascendentes del país. La negación de la vía pacífica para el cambio puede empujarnos al abismo. Estamos frente a la última oportunidad para devolver constitucionalmente el poder al pueblo soberano.
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