Editorial
En lo que constituye un grotesco retroceso histórico, la cúpula militar de Honduras, azuzada por sectores políticos, empresariales y clericales reaccionarios, emprendió la madrugada de ayer un golpe de Estado, allanó por la fuerza la residencia presidencial, secuestró al presidente Manuel Zelaya y a varios integrantes de su gabinete, y expulsó al mandatario a San José de Costa Rica. Horas más tarde, el Congreso, dominado por la oposición de derecha, y los golpistas presentaron una falsa renuncia de Zelaya e invistieron como presidente a Roberto Micheletti Bain, hasta ayer presidente del órgano legislativo, y uno de los cabecillas de la oposición.
En lo inmediato, los golpistas lograron su primer objetivo, que era impedir la consulta electoral que habría debido realizarse ayer para reformar la Constitución y abrir la puerta a la relección presidencial. Ayer, en vez de urnas, en las calles de las ciudades hondureñas hubo tanquetas, uniformados, toque de queda y suspensión de las comunicaciones y de la electricidad; esos hechos dejan meridianamente claro el carácter autoritario, antidemocrático y regresivo de la inadmisible aventura golpista: independientemente de que los gorilas cuenten con el apoyo del tribunal supremo y del Legislativo, la democracia ha sido secuestrada por las armas.
Además de los brotes de resistencia ciudadana que se manifestaban ya desde ayer en Tegucigalpa, el cuartelazo ha suscitado el repudio continental: las expresiones de condena han sido contundentes y unánimes, y en un arco ideológico que va desde Caracas a Washington. Es lamentable, al respecto, que el gobierno mexicano haya dejado pasar toda la mañana de ayer antes de emitir, por medio de la Secretaría de Relaciones Exteriores, un comunicado de condena al movimiento golpista, y se haya quedado a la zaga de otros gobiernos del hemisferio, de las organizaciones de Naciones Unidas (ONU) y de Estados Americanos (OEA) y de autoridades europeas, como la de España. Debe destacarse, por otra parte, la reacción correcta e inequívoca del gobierno de Barack Obama, que expresó por dos voces –la del propio Obama y la de la secretaria de Estado, Hillary Clinton– su rechazo al golpe militar y su determinación de no reconocer a otra autoridad que la del presidente Zelaya.
Más allá de esa saludable toma de posición, el asalto militar a la democracia hondureña representa la primera prueba de fuego, en el ámbito hemisférico, para el nuevo gobierno estadunidense. No puede ignorarse que el nefasto papel histórico que ha desempeñado Washington en Centroamérica, y particularmente en Honduras, como promotor de golpistas, protector de oligarcas, usufructuario de bases militares y organizador y proveedor de grupos terroristas de ultraderecha, define ahora una responsabilidad particular de Estados Unidos en la tarea de impedir la consolidación de los gorilas hondureños y del gobierno espurio conformado ayer. Para la OEA, la situación es también todo un desafío, pues, de acuerdo con su carta democrática, tendría que empeñar todo su peso en lograr la inmediata restitución de Zelaya en el cargo presidencial.
Es fundamental, en este aspecto, que se niegue a los golpistas un margen de tiempo que podría resultar en la plena destrucción del sistema democrático; así ocurriría si las autoridades espurias lograsen mantenerse por lo que resta del periodo del presidente constitucional, que culmina a fines de enero del año entrante.
Al margen de ideologías y posturas políticas, lo que está en juego hoy en Honduras trasciende ampliamente las fronteras de ese país centroamericano y la disputa entre el proyecto popular de Zelaya y la oligarquía clasista, excluyente, autoritaria y antidemocrática; si los gobiernos y los organismos del continente permitieran la permanencia de los golpistas en el poder, se sentaría un precedente nefasto para las de por sí débiles, a veces balbuceantes y a todas luces insuficientes institucionalidades democráticas de toda la región, la cual podría emprender una regresión a los tiempos de las dictaduras militares, aquellos gorilatos que, en Centro y Sudamérica, barrieron con derechos básicos, asesinaron a cientos de miles de personas, impusieron el terror a las poblaciones e instauraron, en buena parte de América Latina, una era de barbarie.
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