17 agosto 2009
Tengo los videos de entrevistas con sobrevivientes que grabé en enero de 1998, un mes después de la masacre de Acteal. Nunca como ese día me sentí extranjera en mi país; las carreteras tapizadas de militares agresivos y violentos, la descalificación estratégica que el gobierno de Zedillo y el procurador Madrazo hacían tanto de movimientos sociales como de periodistas que se atrevían a dar voz a las comunidades indígenas en resistencia, generaron un ambiente hostil que en aquel entonces sólo se reflejaba plenamente en las páginas de La Jornada y en las crónicas de corresponsales extranjeros.
La manta anuncia que hemos llegado a la comunidad de Acteal de Las Abejas, municipio pacifista de Chenalhó. Margarita habla frente a mi cámara: rezaban cuando los paramilitares les rodearon, ella cayó al suelo y sobre su espalda un muerto como escudo le salvó la vida. Allí tirada, inmóvil, desde el ángulo de su mirada registró el rostro de 10 hombres que nunca olvidará. Muestra fotografías de su madre y su hermano asesinados. Aquí nadie usa armas, ni creemos en matar, dice un joven sobreviviente; los paramilitares lo sabían.
Cuando regresé unos meses después ya habían construido un modesto mausoleo para sus muertos, exigían justicia, no venganza. La solidez moral de esa comunidad me conmovió profundamente. De los 200 miembros del grupo paramilitar que se identificaba con el PRI, casi todos eran conocidos de nombre y rostro por la gente de Chenalhó. Visité el territorio de los priístas y los evangélicos, libres de vigilancia militar. Reportando los hechos concretos se hizo evidente que la versión del gobierno y de medios oficiales había logrado polarizar a la opinión pública. Radicalizar y simplificar hechos facilita el abuso de poder y las injusticias. Cuando se siembra odio se cosechan impunidad y violencia. Pero la comunidad de Las Abejas decidió creer que la autoridad federal haría su trabajo; evidencias y testigos sobraban. Una víctima jamás olvida el rostro del torturador o el asesino, a las y los sobrevivientes les fue fácil señalar a los paramilitares asesinos.
Sólo cinco de ellos confesaron. Lorenzo Pérez Vázquez, uno de los confesos fue liberado por la Suprema Corte. Ochenta y tres paramilitares siguen sujetos a proceso, y ahora tienen posibilidad de salir libres. Cuando la Suprema Corte revisó los expedientes y halló fallas técnicas, pudo haber ordenado que se repusiera el procedimiento, ¿cómo liberar a un asesino que además de haber sido identificado se confesó? ¿Por qué no reponer el procedimiento y además enjuiciar al ex procurador Madrazo por haber forzado un proceso judicial que pudo haber sido de justicia ejemplar? ¿Por qué no juzgar a los ministerios públicos que entorpecieron el caso respondiendo a órdenes políticas? Que la Corte evidencie las fallas estructurales y técnicas del sistema de justicia es bueno; lo sospechoso es la pronta liberación; el ministro Cossío dijo que su resolución no avala la inocencia, sino fallas del procedimiento.
La historia de México está plagada de culpables que están libres gracias a los tecnicismos legales y a las decisiones políticas que los avalan. Y de inocentes presos por las mismas razones. Acteal es y será una herida abierta para México, sangra ahora por la incapacidad del Estado para proteger a las víctimas y por enviciar aún más el putrefacto sistema de justicia penal.
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