Luis Hernández Navarro
Eran los primeros días de la sublevación zapatista. En el aire todavía estaba fresco el olor a pólvora. Junto a un amplio grupo de analistas mexicanos, Carlos Montemayor fue invitado a participar en un seminario sobre el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional organizado por un importante think tank en Washington.
En la opinión pública había un intenso debate sobre la naturaleza y los alcances de la rebelión. Comenzaba la guerra de tinta e Internet. En los círculos intelectuales oficiosos la moda era presentar el levantamiento como producto de la manipulación de las comunidades indígenas de Chiapas por parte de un grupo de revolucionarios profesionales mestizos y del obispo Samuel Ruiz y su iglesia.
En su ponencia, Montemayor hizo añicos esta interpretación del conflicto. Explicó cómo el zapatismo sólo podía entenderse como parte de la historia de las guerrillas en el país a lo largo de varias décadas y, simultáneamente, como una guerrilla rural genuinamente indígena. Postuló que la insurgencia requería analizarse como parte de un movimiento afincado en una zona específica, crecido a la sombra de la urdimbre familiar, social y regional que lo encubrió y lo transformó de estación en estación del año; como una fuerza auténtica nacida de las comunidades.
Cuando al final de las presentaciones uno de los asistentes preguntó qué debía hacer Estados Unidos ante el conflicto, el novelista afirmó enfático: nada. No intervenir. Ése no es su asunto. La respuesta disgustó a los analistas estadunidenses, acostumbrados a pensar que la intervención de su país en los asuntos internos de América Latina, sea para defender la democracia y los derechos humanos, o sea para garantizar la estabilidad y los intereses de sus empresas, es una actividad legítima.
Durante años, el analista siguió escribiendo sobre el tema. Sus obras se convirtieron en una ventana privilegiada para asomarse al conflicto. Fueron traducidas a varios idiomas. En la librería de Aldo Zanchetta, en la ciudad de Lucca, Montemayor presentó la versión italiana de su libro sobre Chiapas. Inspirado por estar en la tierra de Giacomo Puccini, para sorpresa del público, en lugar de hablar sobre su texto, el escritor cantó arias del célebre compositor de ópera toscano.
Así se las gastaba Montemayor. Lo mismo desbrozaba la coyuntura nacional a contracorriente de las versiones oficiales que sacaba sus pistas musicales con amigos para desplegar sus dotes de tenor. Con igual erudición e interés abordaba temas de la cultura grecolatina que defendía el valor y la riqueza de las lenguas indígenas. Con idéntica soltura y solidez escribía de temas candentes de la actualidad desde la perspectiva del derecho, la teoría política y la historia. Lo hacía, además, con un explícito compromiso con los de abajo.
Durante los últimos años de su vida trabajó en su casa, dividiendo su tiempo entre la música y la literatura. Procuraba vocalizar un rato al día, lo que le servía como contrapeso para aguantar la presión de la escritura y el análisis político. Encontraba en la música lo que quería producir en literatura y en la literatura lo que deseaba hacer en música.
Polígrafo incansable, ensayista, poeta, traductor, novelista, investigador y divulgador de las lenguas originarias de México, analista político, miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua, cantante de ópera, Montemayor sostuvo que la literatura recupera la dimensión humana de todo lo que existe. Defendió y practicó el compromiso del artista con su arte.
En una época en la que la moda intelectual reivindica las opiniones de la tecnocracia especializada y al intelectual mediático de derecha, Montemayor fue uno de los intelectuales públicos de izquierda de vocación universalista más relevantes del país. Colaborador regular de La Jornada, hizo del ejercicio periodístico una herramienta privilegiada para comunicarse con el gran público. A pesar de las limitaciones de espacio a las que el género obliga (lo que padeció y lamentó), difundió sus opiniones en la prensa escrita con un estilo directo y claro.
Escritor realista que buscó comprender el mundo a través de la palabra, su trabajo literario partió fundamentalmente de la poesía pero no siempre se mantuvo en la órbita de la labor con el verso. Su obra como narrador comenzó como un reflejo de la poesía en la prosa, aliado siempre al sentimiento de que la poesía es una forma de tomar conciencia de la vida humana. Su literatura se desarrolló en función de una realidad, social o sensorial, que tomaba conciencia a través de la palabra.
Dos experiencias dieron sentido humano y profesional a su vida artística. En la primera, su maestro Federico Ferro lo acercó al mundo y a las lenguas grecorromanas. Éste fue el origen (el nacimiento, podría decir) de mi condición de escritor, afirmó Montemayor. En la segunda, Óscar González Eguiarte lo acompañó en el descubrimiento de las luchas y reclamos sociales de los campesinos chihuahuenses de la década de los cincuenta y en el conocimiento de personalidades como Álvaro Ríos y Arturo Gámiz.
El trato que tuvo con una excepcional camada de dirigentes sociales e indígenas marcó su visión del mundo y su obra. “A partir de entonces –contó–, mi compromiso ha sido contrastar las versiones oficiales con las realidades sociales y humanas. Eso lo he hecho como analista político, como investigador, como historiador y como escritor, de manera que cuando se despertó mi vocación literaria sabía que en algún momento tendría que tomar estos temas, a los que siempre he estado apegado y nunca he perdido de vista.”
A la periodista cubana Yuris Nórido, Carlos Montemayor le confesó: “Me falta tiempo, nos falta tiempo. Para el periodismo, para la literatura, para la familia, para la amistad, para el amor… Siempre nos falta tiempo. Gran parte de la lucha de la vida es encontrar tiempo para lo que deseamos”. Creativo y vital, Carlos Montemayor se quedó sin tiempo. Tenía apenas 63 años de edad y muchas cosas que decir.
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