Cuando don Benito Juárez llegó a Villa del Paso del Norte, el mes de Agosto de 1865, no sabía que ahí dejaría su nombre, pues aquella villa es hoy Ciudad Juárez. Llegaba el Benemérito al frente de una comitiva extenuada, sedienta y hambrienta, que había atravesado a duras penas los desiertos del norte. Los habitantes de aquel caserío habían preparado una recepción al alcance de sus modestas capacidades. Una exigua valla, más curiosa que animada, formaron aquellos norteños para recibir a quien en su carruaje llevaba a la República entera. Esa República moribunda que huía del avance furibundo del ejército francés, y de otros que se decían mexicanos.
Juárez, a pesar de sus muy finas maneras, ignoró por completo la valla humana que se había formado para recibirlo en Paso del Norte. Otro asunto, más importante y urgente, reclamaba su atención inmediata. Se siguieron de largo don Benito y sus sedientos acompañantes, hasta que metió cada quien su cabeza, toda, en el Rio Bravo. La república requería hidratarse, la matraca y la valla que esperaran, pues primero es lo primero.
En aquel infantil chapoteo renacía la República. Ahí, en Paso del Norte, claro que después de hidratarse, Juárez ordenó ideas y acumuló fuerzas. Con esas ideas y con esas fuerzas (y con la dignidad entera, que no es cosa menor, cuando es entera) se restauraría la república, que llegó desfalleciente a la hoy Ciudad Juárez.
Casi siglo y medio después llega México desfallecido, también a Ciudad Juárez. No bastaron sus muertas, las muertas de Juárez, que merced a la impunidad siguen muriendo. Ahora mueren sus jóvenes. Mueren inermes y vuelven a morir cuando, desde su más profunda irresponsabilidad, Calderón, babeante, explica sus muertes como un “pleito entre pandillas”. Y no le falta razón, pues esas muertes, como tantas otras, no se explicarían sin el pleito entre la pandilla de Los Pinos y otras pandillas del crimen, mejor organizadas.
Es una pena que ya no esté Picasso, para pintar en Juárez lo que pintó en Guernica. Pero están las fotografías de la sangre que corre del dormitorio a la sala, de la cocina al patio, del comedor a la calle. En esa sangre va la esperanza de un México restaurado. Sangre de estudiante, sangre brillante; sangre deportista que, celebrando su triunfo, vuelve célebre nuestra derrota: la derrota de todos.
La baba de Calderón contamina esa sangre. La convierte pandillera después de muerta, cuando en vida fue sangre limpia. Si se quiere que acabe la sangre, debe acabar primero la baba: fuera Calderón, fuera la muerte.
Martín Vélez.
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