Editorial de La Jornada
En respuesta a la decisión de Irán de emprender procesos de enriquecimiento de uranio a 20 por ciento, comunicada por Teherán al Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA), el gobierno de Francia, por boca de sus ministros de Defensa y Exteriores, Hervé Morin y Bernard Kouchner, anunció que intensificará, junto con Estados Unidos, las sanciones económicas contra la República Islámica. El único camino que nos queda ahora es el de la presión, dijo Kouchner, y exhortó a la comunidad internacional a trabajar unida contra el gobierno iraní.
Debe recordarse que actualmente Irán lleva a cabo operaciones de enriquecimiento de uranio a menos de 6 por ciento y que para obtener material para la fabricación de armas nucleares –el objetivo secreto que le atribuyen las potencias occidentales, y que Teherán ha negado sistemáticamente– tendría que llevar ese proceso hasta 90 por ciento, algo que, por el momento, queda fuera de las capacidades tecnológicas de ese país. Es importante tener en cuenta que, al mismo tiempo que anunciaban el inicio del enriquecimiento a 20 por ciento, las autoridades iraníes invitaron a los inspectores de la AIEA a observar las operaciones correspondientes.
En tales circunstancias, pues, agitar el espantajo de un Irán provisto de bombas atómicas es un acto de alarmismo en falso por parte de París y de Washington. Parece razonable suponer, más bien, que esos gobiernos han decidido aprovechar los problemas internos del régimen iraní –una disidencia renovada y alimentada por el autoritarismo y la intolerancia del gobierno de Mahmud Ahmadinejad– para colocarlo contra las cuerdas mediante sanciones económicas injustificadas e hipócritas.
El segundo de esos adjetivos viene a cuento si se considera que los gobiernos de Estados Unidos, Francia y las otras potencias occidentales miraron hacia otro lado cuando Israel desarrollaba un programa nuclear que lo convirtió en potencia atómica, y otro tanto hicieron cuando India y Pakistán fabricaron sus propios armamentos de esta clase. No hubo, entonces, una mínima congruencia con los arranques verbales de Occidente contra la proliferación nuclear, ni bloqueos económicos de ninguna especie.
Ciertamente, la multiplicación de países poseedores de armas nucleares es una perspectiva indeseable, pero para conjurarla es necesario que los estados que conforman el llamado club nuclear se reconozcan como los principales y más peligrosos propietarios de armas de destrucción masiva, prediquen con el ejemplo y se comprometan a realizar acciones de desarme voluntarias y unilaterales.
En la situación actual, Irán, que enfrenta desde hace décadas la amenaza del belicismo estadunidense, tiene el derecho soberano de proseguir su programa nuclear con propósitos pacíficos, e incluso, si fuera el caso, con fines de desarrollo de armas nucleares: a fin de cuentas, el régimen iraní habrá aprendido la lección de Irak, una nación a la que Washington acusó de poseer armas de destrucción masiva y a la que pudo arrasar impunemente porque no las tenía.
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