17 mayo 2010
Diego Fernández de Cevallos desapareció por la noche del viernes y sólo se sabe que fue un secuestro con violencia. Más allá de las especulaciones sobre su paradero, está claro que la PGR deberá de investigar, además de a secuestradores tradicionales, a los aviesos personajes que durante décadas defendió el panista abducido así como y también a los enemigos poderosos que se ha ganado como litigante. No podemos ignorar las miles de apasionadas e incluso violentas opiniones que circulan sobre el Jefe en el ciberespacio.
Durante décadas este polémico personaje ha sido investigado, criticado y evidenciado por su cercanía con el salinismo, por sus constantes actos de prevaricato. Se enriqueció viviendo del erario en puestos públicos mientras demandaba al propio Estado mexicano en diversos juicios civiles. Todo eso se ha dicho reiteradamente y la pregunta en las redes sociales es ¿está bien recordar sus rapacerías mientras no se sabe si vive o muere? Más allá del mal gusto de patear a los caídos, resulta inevitable entender que éste no es un hombre común y que su historia le precede con tal fuerza que será imposible pedirle a la gente que no hable de él, ni bien, ni mal, que simplemente le desee que vuelva con vida, como escribió una mujer en Twitter. Está claro que hay casos que por sus características son más mediáticos que otros y que las reacciones sociales ante la desaparición del abogado revelan la pluralidad de sentimientos de la sociedad; algunos por burdos o soeces que nos parezcan muestran la radiografía emocional de un país que, por un lado demuestra su hartazgo ante la violencia extrema y por otro una ira largamente contenida producto de los abusos de poder, las inequidades, la pobreza, el racismo y el rampante descaro de la oligarquía a la que el desaparecido pertenece.
Algunos se preguntan si esto le sucede a Fernández de Cevallos, qué le espera a la gente común. Otros preguntan qué poder tiene esa mafia para llevarse al padrino del PAN sabiendo que Calderón movilizará a todas las autoridades disponibles.
Es mi opinión personal, desear la muerte o celebrar el sufrimiento ajeno es tan dañino para nosotros como para quien sufre, y que nutrir el odio es una mala manera de manejar el miedo y el enojo. Sin embargo puedo entender que millones de personas estén agotadas de vivir en una sociedad tan desgastada por la amoralidad, que eventualmente ceden ante ella, hay miles tan enojados por la violencia que la perpetúan para defenderse, tan frustrados ante la impunidad que la desean para sí mismos porque han perdido la esperanza en la justicia. Somos un país sumido en un doble discurso entre el deber ser y el ser corrupto porque así son otros.
Las reacciones, algunas compasivas, otras crueles o cínicas, ante la desaparición de Diego nos recuerdan todas las complejidades de una sociedad que batalla por reconstruirse en un contexto en que las reglas no se respetan y las leyes no se cumplen. En la que el esfuerzo individual por hacer lo que es ético pierde importancia ante la facilidad de incurrir en cotidianos actos de corrupción. Leyendo a quienes celebran la desaparición del político, imagino que será su manera de corroborar que nadie está a salvo en México, ni ellos ni nos. Vaya triste consuelo.
Durante décadas este polémico personaje ha sido investigado, criticado y evidenciado por su cercanía con el salinismo, por sus constantes actos de prevaricato. Se enriqueció viviendo del erario en puestos públicos mientras demandaba al propio Estado mexicano en diversos juicios civiles. Todo eso se ha dicho reiteradamente y la pregunta en las redes sociales es ¿está bien recordar sus rapacerías mientras no se sabe si vive o muere? Más allá del mal gusto de patear a los caídos, resulta inevitable entender que éste no es un hombre común y que su historia le precede con tal fuerza que será imposible pedirle a la gente que no hable de él, ni bien, ni mal, que simplemente le desee que vuelva con vida, como escribió una mujer en Twitter. Está claro que hay casos que por sus características son más mediáticos que otros y que las reacciones sociales ante la desaparición del abogado revelan la pluralidad de sentimientos de la sociedad; algunos por burdos o soeces que nos parezcan muestran la radiografía emocional de un país que, por un lado demuestra su hartazgo ante la violencia extrema y por otro una ira largamente contenida producto de los abusos de poder, las inequidades, la pobreza, el racismo y el rampante descaro de la oligarquía a la que el desaparecido pertenece.
Algunos se preguntan si esto le sucede a Fernández de Cevallos, qué le espera a la gente común. Otros preguntan qué poder tiene esa mafia para llevarse al padrino del PAN sabiendo que Calderón movilizará a todas las autoridades disponibles.
Es mi opinión personal, desear la muerte o celebrar el sufrimiento ajeno es tan dañino para nosotros como para quien sufre, y que nutrir el odio es una mala manera de manejar el miedo y el enojo. Sin embargo puedo entender que millones de personas estén agotadas de vivir en una sociedad tan desgastada por la amoralidad, que eventualmente ceden ante ella, hay miles tan enojados por la violencia que la perpetúan para defenderse, tan frustrados ante la impunidad que la desean para sí mismos porque han perdido la esperanza en la justicia. Somos un país sumido en un doble discurso entre el deber ser y el ser corrupto porque así son otros.
Las reacciones, algunas compasivas, otras crueles o cínicas, ante la desaparición de Diego nos recuerdan todas las complejidades de una sociedad que batalla por reconstruirse en un contexto en que las reglas no se respetan y las leyes no se cumplen. En la que el esfuerzo individual por hacer lo que es ético pierde importancia ante la facilidad de incurrir en cotidianos actos de corrupción. Leyendo a quienes celebran la desaparición del político, imagino que será su manera de corroborar que nadie está a salvo en México, ni ellos ni nos. Vaya triste consuelo.
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