El martes 15, en la base de la Policía Federal (PF) en Iztapalapa, Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública, y Fernando Gómez Mont, de Gobernación, rindieron honores a 15 agentes asesinados la víspera; 12 de ellos en una emboscada de La Familia en Zitácuaro, cuando regresaban de una misión en Ciudad Hidalgo.
Las familias de los caídos recibieron banderas nacionales como reconocimiento a la labor de sus familiares, y promesas de apoyos económicos, pensiones, seguros de vida y becas educativas. La banda de guerra dio el toque de silencio en señal de duelo. Sus compañeros montaron guardias de honor ante los féretros.
El homenaje no alcanzó para otros siete policías y un civil que, por instrucciones de García Luna, seis meses antes salieron de esa base con la misma misión: tomar posesión del municipio de Hidalgo. Nunca llegaron a su destino. Desaparecieron en Zitácuaro. Y según la versión que autoridades de la PF dieron a los parientes de los desaparecidos, también fueron capturados por La Familia.
Los ocho prácticamente fueron dejados a su suerte: ingresaron a territorio controlado por narcotraficantes en una camioneta Suburban azul marino sin rótulo oficial –que entre todos cooperaron para alquilar, porque la PF no les proporcionó vehículo–, iban sin viáticos, vestidos de civil –como les habían ordenado el director jurídico, Roberto Cruz Aguilar González, y el director general adjunto de Operaciones, Luis Graciano Ramírez– y con sus armas de cargo. La PF se dio cuenta de la desaparición seis días después.
Este caso incomoda a la dependencia porque expone la desidia de la secretaría consentida de Felipe Calderón, a la que cada año destina más recursos.
Evidencia, también, que la corporación encargada de investigar a los cárteles de la droga realiza operativos improvisados y sin presupuesto, carece de control sobre los agentes enviados a comisiones peligrosas y de protocolos de seguridad, falla en la comunicación interna y comete deficiencias al indagar el paradero de los suyos.
“La actuación del secretario deja mucho que desear por su omisión, la falta de atención, el descuido y su negativa a recibir a las familias (de los desaparecidos)”, señala Ramiro Barajas Ambriz, asesor jurídico de la Comisión de Derechos Humanos del Senado –presidida por Rosario Ibarra–, instancia que asesora legalmente a los familiares de aquellos agentes.
Este reportaje fue construido con base en información proporcionada por dicha comisión y entrevistas con los familiares de los desaparecidos –la mayoría mujeres: esposas, mamás, hermanas–, que solicitaron el anonimato porque, a raíz de sus primeras denuncias, han recibido amenazas telefónicas, por correo electrónico y por carta. La última de ellas, el mes pasado y presuntamente firmada por Los Zetas.
A su suerte
La historia comenzó mal: el 12 de noviembre de 2009, García Luna viajó en helicóptero a Ciudad Hidalgo (cabecera del municipio michoacano de Hidalgo) con dos suboficiales. Uno de ellos era Juan Carlos Ruiz Valencia, a quien presentó como el próximo director de la policía de ese ayuntamiento, del que había sido destituido el presidente municipal panista José Luis Ávila Franco en la redada del gobierno federal contra los presuntos “narcoalcaldes”.
“El secretario los llevó en el helicóptero y los abandonó allá, ni siquiera les avisó que ya se venía al DF; tuvieron que agarrar un camión”, dice una de las entrevistadas.
El 16 de noviembre, de la base de Iztapalapa, conocida como Contel, salió el suboficial Ruiz Valencia con los policías asignados a la misión: el suboficial Pedro Alberto Vázquez Hernández, los sargentos Luis Ángel León Rodríguez y Bernardo Israel López Sánchez, los cabos Jaime Humberto Ugalde Villena, Israel Ramón Usla y Víctor Hugo Gómez Lorenzo, y el civil Sergio Santoyo García, a quien contrataron como chofer y consiguió prestada la Suburban.
La mayoría apenas contaba con dos años de experiencia en la PF, tenía entre 25 y 34 años y vivían en Neza, Iztapalapa, Iztacalco o Tultitlán.
“Estaban ‘sacados de onda’ porque les dijeron que ellos pusieran el dinero para llegar y que luego se los repondrían”, cuenta una de las mujeres.
Aunque tenían que haber llegado el 16 por la noche, no se reportaron. Tres días continuos sus familias preguntaron por ellos en Contel, pero siempre recibían la misma respuesta: “Ellos se comunicarán, seguramente donde están no hay comunicación”.
Aguilar González, el director jurídico, retó a una de las familias que lo cuestionó sobre su hijo: “Vayan y búsquenlos ustedes mismos”. La mamá de otro agente fue sacada a la calle por la fuerza. Al sexto día la insistencia de los familiares llamó la atención de los directivos de las Fuerzas Federales de Apoyo, que sólo entonces descubrieron que los agentes no habían llegado a su misión.
El lunes 24 de noviembre los familiares fueron convocados a la base Contel donde les pidieron que abordaran un autobús turístico que los llevaría a Michoacán para levantar la denuncia de la desaparición. Cuando estaban a punto de entroncar con la carretera a Toluca, el camión regresó al DF porque, según les dijeron: “la zona está muy caliente y es peligrosa”. A medianoche pudieron levantar la denuncia AP/PGR/DF/SPE-XI/5339/09-11 ante la delegación metropolitana de la PGR.
Ahí escucharon que dos abogados de la PF declararon al Ministerio Público que los desaparecidos habían desacatado las órdenes de trasladarse en vehículos oficiales y portar uniformes.
En la primera junta que tuvieron con el coordinador de las Fuerzas Federales, Rafael Avilés, le reclamaron por haber dejado pasar seis días para emprender la búsqueda, y él culpó a los muchachos de su suerte. “Tenían órdenes de comunicarse. No lo hicieron”, les dijo. “¿Y cómo quería que lo hicieran si los habían desaparecido?”, le reviró una mamá furiosa.
Los familiares pidieron que se investigara al comandante Raymundo Agustín Hernández, jefe del agrupamiento al que pertenecían los desaparecidos, porque días antes de la partida de la misión se enojó pues las instrucciones a los federales no las giró él. Sintió que se lo “habían saltado”. Amenazó a varios de ellos diciéndoles: “No me interesa su pinche papelito (la orden de trabajo), voy a mover cielo, mar y tierra con tal de que ustedes no lleguen a Michoacán, porque nadie se burla de mí”.
Muchos desaparecidos
Los familiares instalaron un campamento en Contel, como medida de presión para recibir reportes diarios sobre la búsqueda. Allí pasaban días y noches y se dieron cuenta de que otras familias llegaban esporádicamente a reportar a otros agentes desaparecidos en otras misiones.
“Hay muchísimos federales desaparecidos, por montones. Tres familias llegaron a juntarse con nosotros y vimos otras de federales que habían muerto”, comenta una de las mujeres.
En ese tiempo recibieron informes que, a la larga, resultaban falsos. Un día les dijeron que los ocho fueron sacados del hotel Ojo de Agua, de Ciudad Hidalgo, y uno que opuso resistencia ahí mismo fue asesinado. O sobre el hallazgo de las armas que podrían haber pertenecido al grupo.
El 5 de diciembre, cinco familiares recibieron llamadas telefónicas anónimas (después supieron que se hicieron desde el DF) que les informaban que La Familia los tenía retenidos en La Huerta, una localidad michoacana.
Dos días después, Rafael Avilés les informó que dos niños del municipio mexiquense de Atlacomulco llevaron a la PGR de Toluca un paquete que encontraron tirado, que contenía las credenciales de los desaparecidos, unas fotos donde se les ve amarrados y un mensaje: “Confidencial: búsquenlos en las Lagunas de Atlacomulco. Saludos, Los Zetas”.
Un par de días después la PF pidió a un representante de cada desaparecido que se pusiera un chaleco antibalas y abordara un camión que viajó a Michoacán y se estacionó 12 horas junto a la laguna de Zitácuaro, desde donde vieron trabajar a unos buzos. La misión abortó por la noche y sin resultados porque, supuestamente, cerca de ahí se desató una balacera.
El 19 de diciembre en los noticiarios se informó del hallazgo de ocho cadáveres calcinados en Paso de Mata, Querétaro, y daban por hecho que pertenecían a esta remesa de desaparecidos. Los familiares se hicieron pruebas de ADN para contrastarlo con el de las víctimas. Los examenes resultaron negativos excepto uno: el del suboficial Vázquez Hernández.
La PF mandó a su esposa una carroza fúnebre. Ella estuvo a punto de aceptar el cuerpo, pero cuando su cuñado lo vio descubrió que tenía la dentadura completa y no le faltaban ocho piezas, como a su hermano. A pesar de la evidencia, la familia tuvo que comparecer en juzgados de Toluca y Querétaro y hacerse más pruebas de ADN, porque la PF insistía en entregarle ese cadáver ajeno.
En su estancia en la base Contel –donde pasaron Navidad y vivieron tres meses– las familias recibieron señales contradictorias. Algunos policías les daban el pésame mientras que otros las felicitaban porque los muchachos estaban vivos. Otras veces les decían que estaban secuestrados o que “se pasaron al otro bando”.
Sin rastro
En enero de este año, el coordinador Avilés les dio un reporte oficial: que El Márgaro, El Gato, El Lagartijo, La Morsa, El Tigre, Don Pit, El Sonrics, El Ganso, El Copra, El Rapidito, Catracho, El Huesos, El Ascaris y Lagrimita, integrantes de La Familia, eran responsables del secuestro.
El 13 de febrero, acompañado de 10 funcionarios, les dijo que varios de los mencionados habían sido capturados y confesaron la muerte de los policías.
–¿Y qué fue lo que confesaron?
–Eso está muy triste –dice la mamá de uno de ellos, dueña de la casa donde se realiza la entrevista. Todas guardan silencio. De esa parte no les gusta hablar.
Minutos después una de ellas se anima a responder: “Confesaron que nuestros muchachos ya no están, que los mataron, y por cómo los mataron ya no vamos a encontrar sus cuerpos”.
A lo largo de la entrevista las mujeres van aportando fragmentos de lo que les dijo el comandante Sergio Licona, del Área de Inteligencia de la PF, y del contenido que pudieron conocer del expediente judicial.
La versión indica que la Suburban azul se detuvo en una gasolinera a la entrada de Zitácuaro. Lagrimita avisó de su presencia y tres camionetas la interceptaron. Los detenidos se identificaron como federales, pero los narcotraficantes los amarraron y obligaron a cubrirse con sus propias camisetas. Para no levantar sospechas gritaron: “Somos policías federales, agarramos unos maleantes” y se llevaron a los verdaderos federales al rancho La Siranda, donde fueron esposados y drogados. Esa noche los asesinaron.
Antes, El Morsa les tomó las fotografías. Don Pete, el jefe, por teléfono ordenó ejecutarlos. “Ya se los cargó la verga”, dijo el que recibió la llamada. En ese momento un federal volteó a ver a otro y le dijo: “Gracias por haber estado conmigo en las buenas y en las malas”. Por ese comentario recibió el primer disparo.
“Estoy segura de que ése era mi hijo, él siempre era agradecido”, dice una de las madres. Nadie puede completar la siguiente parte del relato. Una mujer toma valor y dice: “Lo que sigue es muy, muy cruel, lloré cuando supe que fueron ejecutando de a uno por uno, los quemaron y les hicieron tantas cosas tristes, crueles… tiraron sus cenizas. Si de verdad eso hicieron, no tienen madre”.
Según la relatoría de hechos que las mujeres entregaron a Proceso, basada en los reportes que recibieron, los ocho fueron “enterrados en un hoyo y los incineraron arrojando ácido, sosa, gasolina y otro tipo de sustancias (…) pero como los secuestradores no querían darle problemas al dueño del rancho, sacaron los restos, los metieron en una bolsa y los arrojaron, en el Puente de Fierro”, al río. Sin embargo, otro de los detenidos dijo que los dejaron en el cerro del rancho La Siranda.
En la PF les dijeron que era imposible encontrar los cuerpos y evidencias de lo ocurrido, porque era mucho el tiempo transcurrido y porque la corriente del río y el clima habían borrado los rastros.
En este punto la esposa de uno de los oficiales señala: “No creemos lo que dicen que dijeron los narcos, aunque parece verídico no coincide en lo último, en lo más importante, en lo único que nos interesa: saber dónde están”.
En el último medio año las familias no han sido recibidas por García Luna. Se quedaron también sin sostén económico, porque desde enero la PF les suspendió el salario de sus maridos o hijos. Su caso está abierto en seis instancias distintas: en la metropolitana de la PGR, la SIEDO, las procuradurías de Toluca, Querétaro, Michoacán y Durango, y no han logrado que una sola integre todo.
“No estamos contra la federal, nos trataron bien cuando vivimos en Contel, pero queremos que se castigue a los mandos que los mandaron sin resguardos, sin uniforme, sin viáticos, sin camioneta oficial, que nos digan quién fue el negligente y por qué no se dieron cuenta que no habían llegado”, señala una de ellas.
Todas aseguran que no se conformarán hasta tener la certeza de cuál fue su paradero.
Una de ellas resume la exigencia común: “La federal nos los había declarado muertos desde el principio sin averiguar; quieren cerrar el caso y hacerlo a un lado porque les molestamos, pensaban que nos conformaríamos a la primera. Pero no queremos tener la presunción de lo que pasó, queremos que nos lo aseguren. Nos conformaremos si encuentran evidencias, si nos traen una camisa, una uña… algo. Si no, vamos a seguir insistiendo”.
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