Por Ricardo Rocha
19 agosto 2010
Si, bajo la mirada de los curas, todos los demás somos pecadores, desde nuestros ojos, ellos son delincuentes. Tal vez así podríamos resumir el radicalismo furioso e inquisitorial que, en los tiempos recientes, ha caracterizado al alto clero mexicano, y a no pocos de sus ministros: los homosexuales y lesbianas no van al cielo; hacen cosas que ni los animales harían; quienes se practican abortos son asesinas; y todos los que apoyan estas causas ofenden a Dios y deberían ser excomulgados.
Es el mismo clero que jamás se ha conmovido por las matanzas de gobiernos de todo signo; que voltea a otro lado para ignorar la miseria extrema y las injusticias que padecen los desvalidos o encarcelados; es el clero de las páginas de sociales, siempre degustando grandes vinos al lado de los poderosos del dinero y la política; el que nunca se escandalizó por los miles de niños abusados por ellos mismos en todo el mundo y, menos aún, por la inhumana historia de ese demonio de la pederastia que fue Marcial Maciel. El clero que ve varas de pecado en el ojo ajeno y no la viga de sus delitos en el propio. Porque, hay que decirlo con todas sus letras: cuando hablamos de curas abusivos que han destrozado la vida de niños y adolescentes, se trata, no sólo de pecadores, sino de delincuentes que han sido encubiertos por los propios jerarcas eclesiásticos y gobiernos cómplices.
Y ahora resulta que estos mismos señores se rasgan sus riquísimas vestiduras porque el gobierno del DF, la Asamblea y la Corte impulsan leyes que propenden a una sociedad igualitaria, autorizando matrimonios y adopciones para parejas del mismo sexo. Siempre bajo el maniqueo pretexto de que los niños serán malinfluenciados para siempre. Un cinismo hipócrita y desvergonzado que raya en la náusea.
El problema es que los señores de los dorados ropajes y negros instintos no se han limitado a criticar o a manifestar su descontento. Sino que han recurrido a pecados delincuenciales como la mentira y la calumnia. Es el caso del cardenal Juan Sandoval, que acusó al jefe de Gobierno del DF, Marcelo Ebrard, y a los ministros de la Corte, de corromper y dejarse corromper para aprobar leyes “aberrantes” porque “a ver, a quién le gustaría ser adoptado por una pareja de lesbianas o maricones”. Como si el cardenal pudiese responder a esta otra pregunta: “A ver, a quién le gustaría dejar a su hijo en manos de un cura pederasta”.
El enredo ha llegado a un punto crítico porque no parece haber marcha atrás. Marcelo Ebrard tiene ante sí la oportunidad histórica de ejemplificar la Constitución y la separación Iglesia-Estado, como no se ha atrevido a hacer ningún otro gobernante reciente. Su demanda en los tribunales por daño moral y lo que resulte, tendrá muchos más apoyos de los que él mismo imagina.
Porque ya basta. Cada vez se hace más evidente el hartazgo ciudadano de una iglesia hipócrita, alejada de las más elementales enseñanzas de Cristo, y envenenada por la avaricia, la gula y la lujuria. Pero además, envuelta en crímenes todavía impunes.
La de Ebrard puede ser una batalla ética. Y épica.
Es el mismo clero que jamás se ha conmovido por las matanzas de gobiernos de todo signo; que voltea a otro lado para ignorar la miseria extrema y las injusticias que padecen los desvalidos o encarcelados; es el clero de las páginas de sociales, siempre degustando grandes vinos al lado de los poderosos del dinero y la política; el que nunca se escandalizó por los miles de niños abusados por ellos mismos en todo el mundo y, menos aún, por la inhumana historia de ese demonio de la pederastia que fue Marcial Maciel. El clero que ve varas de pecado en el ojo ajeno y no la viga de sus delitos en el propio. Porque, hay que decirlo con todas sus letras: cuando hablamos de curas abusivos que han destrozado la vida de niños y adolescentes, se trata, no sólo de pecadores, sino de delincuentes que han sido encubiertos por los propios jerarcas eclesiásticos y gobiernos cómplices.
Y ahora resulta que estos mismos señores se rasgan sus riquísimas vestiduras porque el gobierno del DF, la Asamblea y la Corte impulsan leyes que propenden a una sociedad igualitaria, autorizando matrimonios y adopciones para parejas del mismo sexo. Siempre bajo el maniqueo pretexto de que los niños serán malinfluenciados para siempre. Un cinismo hipócrita y desvergonzado que raya en la náusea.
El problema es que los señores de los dorados ropajes y negros instintos no se han limitado a criticar o a manifestar su descontento. Sino que han recurrido a pecados delincuenciales como la mentira y la calumnia. Es el caso del cardenal Juan Sandoval, que acusó al jefe de Gobierno del DF, Marcelo Ebrard, y a los ministros de la Corte, de corromper y dejarse corromper para aprobar leyes “aberrantes” porque “a ver, a quién le gustaría ser adoptado por una pareja de lesbianas o maricones”. Como si el cardenal pudiese responder a esta otra pregunta: “A ver, a quién le gustaría dejar a su hijo en manos de un cura pederasta”.
El enredo ha llegado a un punto crítico porque no parece haber marcha atrás. Marcelo Ebrard tiene ante sí la oportunidad histórica de ejemplificar la Constitución y la separación Iglesia-Estado, como no se ha atrevido a hacer ningún otro gobernante reciente. Su demanda en los tribunales por daño moral y lo que resulte, tendrá muchos más apoyos de los que él mismo imagina.
Porque ya basta. Cada vez se hace más evidente el hartazgo ciudadano de una iglesia hipócrita, alejada de las más elementales enseñanzas de Cristo, y envenenada por la avaricia, la gula y la lujuria. Pero además, envuelta en crímenes todavía impunes.
La de Ebrard puede ser una batalla ética. Y épica.
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