MÈXICO, D.F., 10 de septiembre (apro).- La convicción es generalizada: no hay nada que celebrar. Los 200 años del surgimiento de México como nación nos alcanzaron en medio de una severa crisis del Estado mexicano. Los mexicanos lo padecemos y el mundo es testigo. Pobreza endémica, violencia inusitada, corrupción atávica y una desigualdad que avasalla en cualquier lugar del territorio, son expresiones de la debilidad en que se encuentra el Estado mexicano del siglo XXI. De las guerras intestinas del siglo XIX que costaron la mitad del territorio a la dictadura porfirista y del régimen autoritario del PRI que predominó en el siglo XX a la alternancia pactada de ese partido con el PAN, el Estado que se gestó hace dos siglos ha sido incapaz de generar uno de sus componentes básicos: la ciudadanía. México tiene casi 110 millones de habitantes, pero más del 60 por ciento es una masa que apenas sobrevive. Y muchos millones de los que satisfacen con creces sus necesidades básicas constituyen otra masa más preocupada en diferenciarse de la otra. La falta de ciudadanía permite y explica a una elite política y económica que en dos siglos ha dispuesto de los recursos de la nación sin someterse a un control real y efectivo. Su voracidad y trapacerías explican en buena medida la impunidad histórica de México. La clase media que el autoritarismo priista tuvo como válvula de escape ha sido avasallada en los tiempos de la alternancia, al tiempo que los poderes formales del Estado son cada vez más ricos. Es el costo de la democracia, dicen. La creciente disposición de recursos por parte del Ejecutivo, Legislativo y Judicial no ha significado tampoco el desarrollo de ciudadanía, sino de una masa burocrática, cuyas elites se procuran jugosos beneficios sin más méritos que su capacidad de apropiarse lo que por derecho no es suyo. Sindicatos, partidos políticos y aparatos locales de poder son parte de ese esquema. El abandono del modelo solidario de desarrollo y la entrega de los recursos y bienes nacionales a privados nacionales y extranjeros, ha atentado también contra la formación de ciudadanos. En tales condiciones, el bicentenario Estado mexicano generó su propio veneno: los poderes fácticos, representados por el narcotráfico y la televisión. A manos del narcotráfico, el Estado mexicano ha dejado de tener presencia en crecientes zonas territoriales en todo el país. Además de territorio, otro de los componentes que explican a un Estado, el de México ha perdido a miles de personas que viven en torno a la ilegalidad y la violencia. Ante la televisión, los Poderes del Estado han perdido autoridad. Están sometidos a la dictadura de la pantalla. Beligerante, la televisión desafía y hace sentir su fuerza cuando se trata de que prevalezcan sus intereses, a costa de los de la nación. Forma y deforma, también en detrimento de la ciudadanía. El Estado tampoco se explica sin la condición primordial de su surgimiento: el de garantizar la integridad de las personas y la posesión de sus bienes. Es su obligación de seguridad pública. Pero los 28 mil muertos que van en la "guerra al narcotráfico" del gobierno de Felipe Calderón hablan de un problema mayor: el de su incapacidad para garantizar la seguridad nacional. La llamada estrategia contra las drogas, además, ha sido costosa para la dignidad de las personas. Otra función primordial del Estado es garantizar el respeto a los derechos humanos y en eso tampoco se ha consolidado en México en sus dos siglos de existencia.
jcarrasco@proceso.com.mx
domingo, septiembre 12, 2010
Bicentenario de un Estado fallido
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