MÉXICO, D.F., 27 de diciembre.- El general Jorge R. Videla, dictador argentino de 1976 a 1981, ha sido condenado a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad. Ya había sido sentenciado a la misma pena en 1985, pero la lenidad del presidente Carlos Saúl Menem le concedió el indulto, además de aplicar en su beneficio las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. Esas medidas fueron después anuladas por el Congreso en 2003, y esas leyes, declaradas inconstitucionales por la Corte Suprema apenas el 31 de agosto pasado. Entonces pudo llevarse de nuevo ante los tribunales a Videla, principal integrante de la Junta Militar que desató (y en cierto modo continuó la cruzada anticomunista dejada en manos de José López Rega por la presidenta Isabelita Perón, en 1975) la más descomunal represión ejercida por poder alguno contra su propia gente en la historia de América Latina, que se resume en la cifra de 30 mil desaparecidos.
Videla fue sentenciado el miércoles 22 de diciembre por el Tribunal Oral Federal Número 1 de Córdoba, como “autor mediato (…) penalmente responsable de los delitos de imposición de tormentos, agravada por la condición de perseguido político de la víctima (32 hechos en concurso real); homicidio calificado por alevosía y por el concurso de pluralidad de partícipes (29 hechos en concurso real); tormento seguido de muerte (un hecho), todo en concurso real (…) imponiéndole en tal carácter para su tratamiento penitenciario la pena de prisión perpetua e inhabilitación absoluta perpetua, accesorias legales y costas (…) En consecuencia, ordenar su inmediato alojamiento en una unidad carcelaria dependiente del Sistema Penitenciario Federal”.
El juicio se refiere a la tortura y asesinato de 31 presos políticos recluidos en el Penal de San Martín, en la misma Córdoba donde ahora ha sido sentenciado. Los hechos ocurrieron entre el 1 de abril y el 30 de octubre de 1976, cuando Videla se estrenaba como dictador. No se le ha condenado porque se suponga que él personalmente entró en la prisión y atormentó a los presos y luego los acuchilló o disparó sobre sus cabezas. Junto con él este miércoles fueron sentenciados subordinados suyos (incluido el general Luciano Benjamín Menéndez, jefe del III Cuerpo de Ejército, en cuya jurisdicción se cometieron los crímenes), la mayor parte de los cuales tuvieron injerencia directa en los homicidios y los tormentos mencionados.
Pero como autoridad suprema, como jefe del Estado (por más que usurpara el cargo) y como jefe del Ejército, Videla fue hallado culpable de ordenar o consentir esos delitos, tenidos como de lesa humanidad y, por lo tanto, imprescriptibles. Suerte semejante hubiera corrido su par en la Junta Militar inicial, el almirante Emilio Eduardo Massera, de no haber muerto el 8 de noviembre.
En la forma extrema de rendición de cuentas a que deben sujetarse los gobernantes, hayan sido elegidos o no, Videla pasará el resto de sus días en una prisión común. No estará allí a pesar de haber ejercido en los hechos la Presidencia de la República, sino por ello mismo, por la responsabilidad política que le corresponde al ocupante del Poder Ejecutivo.
¡Qué remota la posibilidad de que un gobernante mexicano fuera llevado a los tribunales por crímenes semejantes a los imputados a Videla! Y vaya que los ha habido, sin que el sistema judicial y la estructura política (así como sus coyunturas) permitan su enjuiciamiento.
Si a vuela pluma revisamos la historia mexicana del medio siglo reciente, encontramos hitos donde la violencia homicida del Estado contra sus enemigos (se hayan declarado así las víctimas o no) segó la vida, al margen de la ley, de innumerables ciudadanos en las más diversas circunstancias. Si hubieran sido sometidos a proceso y se les hubiera sentenciado a la pena de muerte, nadie supondría posible enjuiciar a los jefes de Estado, por más que se conociera el dominio presidencial sobre procuradores, jueces, magistrados y ministros.
Pero la represión letal ejercida por disposición directa o indirecta de los presidentes los hace responsables políticos, no ante la Constitución, sino ante la historia, de crímenes que no tendrán castigo, porque estamos lejos de poder enjuiciarlos como hicieron en Uruguay, Chile y Argentina con sus dictadores.
En una combinación de causa y efecto, muchos sucesos en que el asesinato político sería imputable al jefe del Estado son apenas conocidos, porque la lenidad social (surgida del miedo o de la inconsciencia política) pasa por alto esos crímenes. En algunos casos, como los de Luis Echeverría y Carlos Salinas, la porción de la sociedad que los detesta lo hace por su corrupción personal o por el profundo daño que infligieron a la economía, al patrimonio de la gente, a la cual suelen importarle más los bienes materiales perdidos o dejados de ganar que el respeto a la vida misma.
En 1961, a la mitad del sexenio de Adolfo López Mateos, el general Celestino Gasca, dueño de una sólida biografía de militante laborista, resolvió convocar a los Federacionistas leales a alzarse en armas. Eran una fuerza dispersa en todo el país, remanente de la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano (de allí su nombre) que apoyaron en 1952 la aspiración presidencial del general Miguel Henríquez Guzmán. Algunos sectores, los leales entre ellos, le imputaron traición a la causa cuando el candidato opositor se acomodó al triunfo de su adversario. Con gran ingenuidad, Gasca hizo convocatorias tan abiertas que reclutó no sólo a antiguos henriquistas sino a agentes de la Dirección Federal de Seguridad, que hicieron abortar el movimiento. Decenas de presuntos alzados, con Gasca a la cabeza, fueron aprehendidos en la Ciudad de México y pronto dejados en libertad, sin juicio. Pero un número indeterminado de personas fueron ejecutadas extrajudicialmente, aun con métodos antiguos como colgarlas de los árboles, tal como ocurrió entre otros puntos en La Ceiba, en el lindero de Hidalgo, Puebla y Veracruz.
La represión de Díaz Ordaz a la movilización estudiantil, y la de Echeverría contra los propios estudiantes disidentes, son bien conocidas, y de ellas se desprenden claras responsabilidades de ambos gobernantes. Se quiso hacer valer las que tocan a Echeverría, y el esfuerzo del Comité 68 –con Raúl Álvarez Garín y Félix Hernández Gamundi a la cabeza– consiguió la mayor aproximación de la justicia contra un presidente. A esa colocación de Echeverría en el banquillo de los acusados sirvió de modo inequívoco el papel de la fiscalía creada por Fox para investigar los crímenes de la guerra sucia, la mayor parte de los cuales ocurrieron en los años setenta, principalmente los primeros seis. Justamente el riesgo de que ahondar en las averiguaciones dejara claras responsabilidades directas de Echeverría provocó el asedio al fiscal Ignacio Carrillo Prieto y la campaña de desprestigio en medio de la cual concluyó sus funciones.
Una dependencia de esa índole debería abrirse para indagar los crímenes políticos cometidos durante el periodo presidencial de Carlos Salinas. Si bien los protomártires de esa época, Francisco Xavier Ovando y Román Gil Heráldez, cayeron en julio de 1988, antes aun de que Salinas fuera elegido, su asesinato puede ser inscrito en la represión salinista porque fueron ultimados en vísperas de los comicios. Salinas fue formalmente elegido luego de que con esos homicidios se inhabilitó la defensa legal del voto.
Creado en 1989, como resultado y concreción partidaria del Frente Democrático Nacional que había sacado avante la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, el Partido de la Revolución Democrática vio marcados con sangre su nacimiento y su vida incipiente. Especialmente en Michoacán y Guerrero, donde se efectuaron las primeras elecciones locales, la represión más cruel pareció destinada a exterminar el partido que suscitó el rencor presidencial con su permanente crítica al fraude que le permitió ser investido con la máxima autoridad del Estado.
Por supuesto, no fue Salinas quien directamente apretara el gatillo para eliminar a sus enemigos, pero permite atribuirle responsabilidad en los crímenes de esos años la impunidad de que disfrutaron los asesinos, ninguno de los cuales fue llevado ante la justicia, ni la federal que dependía directamente del presidente, ni la del fuero común, a cargo de gobernadores sujetos en los hechos a la autoridad presidencial. Quien quiera ser benévolo con Salinas y ahorrarle la acusación de autoría de 250 asesinatos de perredistas documentados por la Secretaría de Derechos Humanos de ese partido, tendrá que convenir en que fue al menos un encubridor y en que debiera ser sujeto por lo tanto a juicios como el que mantendrá para siempre en la cárcel al general Jorge R. Videla.
Ahora que la memoria histórica se adelgaza y hasta tiende a disminuir por mero olvido, no por exculpación, la crítica a Salinas, causada por su corrupción y los daños que infirió a la economía de los mexicanos (que se evidenciaron al comenzar el gobierno de su heredero Ernesto Zedillo), es hora de que la sociedad le recuerde que, llevado a tribunales internacionales, podría ser considerado perpetrador de delitos de lesa humanidad, como Videla
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