MÉXICO, DF, 11 de mayo (apro).- El pasado domingo 8, el centro de la Ciudad de México fue el lugar donde decenas de miles de personas expresaron su sentir ante la situación de violencia y muerte en todo el país.
Sin embargo, la marcha por la paz era distinta de las movilizaciones contra la inseguridad de 2004 y 2007, que contaron con el respaldo de las televisoras; en esencia, se manifestaron familias a quienes les han matado, secuestrado o desaparecido a alguno de sus miembros y que fueron apoyadas en el camino por otras familias que ya están hartas de los nulos resultados que ha tenido la guerra contra el crimen organizado declarada por Felipe Calderón.
Desde que la marcha salió la mañana del jueves 5 de mayo en Cuernavaca, Morelos, las familias dolientes fueron la que acudieron sin apoyo de organizaciones partidistas, sindicales u oficialistas.
Solas, con las fotos de sus muertos o desaparecidos en las manos, integraron un contingente de cerca de 500 personas y se enfilaron por la carretera hacia la Ciudad de México, donde se tenía programada la manifestación en el Zócalo capitalino y dar a conocer el Pacto para la paz, que busca firmarse en Ciudad Juárez, Chihuahua, el próximo 10 de junio.
El contingente era pequeño y los organizadores pensaban que no iban a tener el suficiente apoyo al llegar al Distrito Federal. A pesar de estas inquietudes, nunca dudaron en mantener el paso y recorrer los 80 kilómetros de la Autopista del Sol que, en varios tramos, exhibe cruces a la orilla en memoria de los muertos que el crimen organizado ha tirado sobre el camino, como muestra insana de poder y dominio.
Conforme fueron caminando los primeros kilómetros, las historias de las familias de diversas entidades fueron fluyendo, y a todas las unía un clamor de justicia que nadie, ni siquiera los más acérrimos defensores del gobierno, les pueden regatear.
Se trataba de casos de desaparecidos por policías y soldados, secuestrados por bandas en las que participan agentes policiales y exmilitares, ejecutados por sicarios apoyados por autoridades. Muertos por la negligencia u omisión de alcaldes, gobernadores y el jefe del Ejecutivo federal. Todos muertos desde que, en 2006, Calderón Hinojosa le declaró la guerra al crimen organizado con una estrategia policiaco-militar.
En el contingente había muchas mujeres de más de 60 años a las que les costaba dar los pasos. Iban silenciosas y, cuando los reporteros les pedíamos nos contaran sus historias, comenzaban a hablar en susurro, porque la idea de la marcha era caminar en silencio.
Algunas de ellas ya habían difundido sus denuncias en sus estados, otras no, eran casos nuevos de asesinatos y desapariciones, ocurridos apenas. Estas últimas familias aún sentían miedo de hablar y procuraban seguir en silencio. Pero al ir hilando cada historia, se iba conformando una manta manchada de sangre de la cual ningún estado del país se salva.
A pesar de ser pocos, los que marchaban se sentían protegidos entre sí y nunca dudaron de que esta caminata era importante para denunciar sus casos, aún resueltos, así como para manifestar su inconformidad ante la violencia originada por la guerra contra el narcotráfico, que ya dejó un saldo de 40 mil muertes y unos 10 mil desaparecidos, según cifras extraoficiales.
En el contingente que salió de Morelos, en el primer día de la marcha, iban el obispo Raúl Vera y varios defensores de derechos humanos, como Rocío Culebro, Edgar Córtez y Pablo Romo, quienes se mantuvieron presentes todo el camino. Lo mismo que representantes del famoso michoacanazo y padres de familia de los niños de la guardería ABC de Hermosillo, Sonora.
No obstante la diversidad de los caminantes, la idea central nunca varió: la exigencia de justicia y hacer un alto en la guerra de Calderón contra el crimen organizado para replantear una nueva estrategia.
El objetivo se mantuvo y se mantiene a pesar de la exigencia personal de Javier Sicilia de la renuncia del secretario de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna.
Curiosamente en el camino llegaron mensajes de políticos como Manlio Fabio Beltrones o de Jesús Zambrano, quienes querían hablar con el poeta el que, por cierto, les respondió: “No han entendido nada, no buscamos poder político, ni siquiera formar una organización con pretensiones electorales. No lucramos con la muerte de nuestros hijos”.
Luego de un par de días, la marcha creció de manera impresionante y el domingo 8 se convirtió en una de las manifestaciones más importantes de la historia del país.
Era evidente que no había ninguna organización sindical o política detrás de los dolientes, tanto que cuando el líder del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), Martín Esparza, quiso ponerse al frente, Sicilia lo invitó a integrarse a la marcha, sin protagonismos.
Ocho horas tardaron en llegar los deudos de la guerra al Zócalo, muchas familias que habían llegado temprano se retiraron, otras ya no alcanzaron a arribar la plancha de la Constitución, que no se llenó, pero los miles que aguantaron el peregrinar dominical escucharon las historias de dolor que hay en todo el país y la propuesta del Pacto por la paz que el movimiento ciudadano lanzó a la clase política gobernante para retomar el curso que ha perdido el país y detener este holocausto, que lleva 40 mil muertos y que, según estimaciones, llegará a 50 mil si Calderón no aprovecha esta oportunidad de reconocer sus errores y corregir su estrategia militar y policiaca de combate al crimen organizado.
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