MÉXICO, D.F., 5 de junio.- En la región carbonífera de Coahuila llaman carbón rojo al que se obtiene a costa de la salud y la vida de los mineros que lo extraen. Sus condiciones laborales se asemejan a las descritas por Emile Zolá en Germinal. Sólo que el autor francés escribía a fines del siglo XIX y hoy estamos en el comienzo del XXI. Y en vez de que mejoren, tienden a empeorar porque están sujetas a un entramado de componendas políticas en pos de lograr ganancias en operaciones que no son rentables más que a costa de la explotación de los trabajadores.
El 3 de mayo, 14 mineros murieron y un niño quedó mutilado al producirse un estallido en el Pocito número 3 de un lote minero explotado por las empresas Binsa y Minería y Acarreos, S.A. Ambas empresas tienen como denominador común la participación de miembros de las familias Montemayor Seguy, Montemayor Marines y Montemayor Garza. Miembros de esas familias han sido, uno, gobernador del estado, y otro, presidente municipal de Sabinas: lo es hoy mismo Jesús Montemayor Garza, sobrino de Rogelio, el exgobernador. Tener presente ese dato es imprescindible para comprender la naturaleza de la industria carbonífera coahuilense y el escándalo político, creado quizás artificialmente, no para revelar, sino para ocultar los escondrijos de la inicua explotación minera.
Javier Lozano Alarcón no cesa de mostrar su despecho ante el PRI, partido al que perteneció y le dio altos puestos en el gobierno federal (hasta subsecretario de Gobernación llegó a ser) pero no pudo hacerlo diputado, porque perdió la elección a que se postuló en Puebla. Convertido en panista, o mostrándose tal como en realidad era, promovió durante un lustro una nueva legislación laboral. Cuando finalmente la había colocado en la ruta de la aprobación en la Cámara de Diputados, a través de la bancada priista, los desencuentros en el interior del PRI, y la movilización que ya se veía venir en contra del proyecto, obligaron a la fracción dirigida por Francisco Rojas a apaciguar su entusiasmo panista y a congelar su propia iniciativa. Del plato a la peculiar boca de Lozano se cayó esa sopa y el secretario del Trabajo no se cansa de reprocharlo a su antiguo partido. Se borró así el puntaje que ese proyecto le hubiera dado en su estéril lucha por ser candidato presidencial.
Harto a su vez de las invectivas de Lozano, y en torno a sus propios intereses, el líder del PRI salió a embestir al secretario del Trabajo. No lo hizo personalmente, sino que confió la tarea a David Penchyna, el brillante diputado hidalguense, vocero del comité nacional priista. El 25 de mayo, en medio de certeras y agrias críticas a Lozano, el PRI lo declaró inhábil como interlocutor válido. Recordó Penchyna su pobre desempeño, su ineficacia, y adujo para probar su dicho, entre otros casos, que el secretario del Trabajo “se mostró de cuerpo entero en la tragedia minera de Sabinas. Más preocupado por tuitear minuto a minuto, y culpar a su compañero de equipo, el titular de Economía, Bruno Ferrari, que en solventar las causas y raíces, entre ellas las inspecciones a cargo de su dependencia, que fincaron esa tragedia”.
Para su descargo, Lozano había alegado que la empresa tenía sólo 18 días de operación y que no había notificado su comienzo. Con ello quiso mostrar la imposibilidad de revisar las condiciones laborales. Es una mentira. Lo es porque una sana y eficaz administración pública en materia de riesgos industriales debería impedir que una empresa empiece operaciones sin contar con el visto bueno de la autoridad laboral, previa inspección de las condiciones de seguridad e higiene industrial. En rigor estricto, además, no es cierto que apenas iniciara labores la empresa. El Pocito 3, donde murieron 14 mineros, forma parte de un lote que consta de cuatro pocitos más, dos de ellos abandonados y otros tantos en operación. Éstos se hallan en esas condiciones hace más de un año, y la concesión data de 2007.
Lozano y Ferrari fueron llamados a comparecer, a causa de esa tragedia, ante comisiones de la Comisión Permanente del Congreso. Acudieron el último día de mayo, acompañados de otros miembros del gabinete: los secretarios de Energía, José Antonio Meade (a quien una semana de estas se verá mudarse, de regreso, pero a la oficina principal, a la Secretaría de Hacienda), y Rafael Elvira, secretario del Medio Ambiente, así como Antonio Vivanco, flamante director de la Comisión Federal de Electricidad, principalísimo adquirente de carbón para la planta termoeléctrica de Nava, en la propia Coahuila.
La sola presencia de esa variedad de funcionarios de ese rango resultaba promisoria. Parecía posible delinear con ellos allí los ejes de un plan integral para la explotación del carbón en esa comarca, única manera de modernizar una industria que no tiene por qué ser letal, salvo porque se ahorre en seguridad laboral a fin de minimizar los costos y aumentar las ganancias. Ese plan debería cubrir todos los aspectos del ciclo económico y social respectivo. Debería evitar las simulaciones, el arrendamiento de concesiones y la intermediación en la venta del combustible a la CFE, así como impedir trabajos en pocitos donde es imposible establecer condiciones de seguridad, como fue el caso del Pocito 3.
Pero Lozano tenía previsto reventar la sesión, como hacen los porros en los sindicatos, acaso la única enseñanza que le ha dejado su paso por la Secretaría del Trabajo. Encaró con pretendida valentía a los diputados y senadores que buscaban información sobre la seguridad e higiene en las minas del carbón. Los provocó y luego se ufanó, y después hasta ha buscado presentarse como campeón de la libertad de expresión, adalid de los pobrecitos e inermes miembros del gabinete que acuden al Congreso únicamente a ser vilipendiados y zaheridos por la turba legislativa. Ésta, en contraste, se halla exenta de ser llamada a cuentas. Lozano se empecinará, anunció, en seguir diciéndoles sus verdades.
El cruce de acusaciones y burletas entre legisladores y Lozano impidió que se ventilara el caso de Binsa, y ni siquiera pudo abordarse el de Pasta de Conchos. En la secuela de esa tragedia, verdadero crimen en realidad, a Lozano le ha correspondido, como en el momento del siniestro mismo a su antecesor Francisco Javier Salazar, cuidar los intereses de la empresa, parte del poderoso Grupo México de la familia Larrea. Por ello no ha sido posible rescatar los restos de 63 de las 65 personas sepultadas bajo los escombros de esa mina.
Ahora la protección opera a favor de las familias Montemayor, que obtuvieron concesiones y las hacen explotar por terceros, en una forma que cabría comparar con la aparcería rural. Sólo que esos encargados de la explotación, que pertenecen a la misma familia, simulan su actuación. Tal es el caso de Minería y Acarreos, que provee carbón a la CFE sin tener de dónde extraerlo. Cuenta con sólo 33 trabajadores y ni siquiera incluye la minería del carbón en su objeto social. Por lo menos, sin embargo, tiene inscritos a sus empleados en el IMSS, a diferencia de Binsa, que no los registra en ese instituto. A su planta pertenecían las 15 víctimas del Pocito 3, y los del resto de ese lote, que trabajan en plena desprotección.
No sé si de manera concertada, pero sí con efectos coincidentes, los intereses de Moreira (por su vínculo político con su antecesor Rogelio Montemayor, salinistas plenos ambos) y de Lozano quedaron bien servidos en estos lances que se vuelven anecdóticos. No lo son, en cambio, los de los mineros de Sabinas y otros municipios de Coahuila, expuestos a seguir produciendo carbón rojo.
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