Con el desbordamiento de la violencia del narco en el país también se potenciaron los secuestros y los levantones. Aunque las autoridades federales automáticamente dan por muertas a las víctimas de esos delitos, las familias y organizaciones que buscan a personas desaparecidas recaban cada día más testimonios de sobrevivientes de casas de reclusión o campos de trabajo esclavo. Por eso piden que, además de los restos de los muertos, las autoridades indaguen la pista de los que pueden seguir vivos.
El testimonio es de una joven de Chihuahua.
No es un relato más de los que se susurran durante las reuniones de
familiares dedicados a la búsqueda de uno de los suyos –extraviados,
levantados, secuestrados o desaparecidos–, de esos que dan cuenta de que
no todos los desaparecidos están muertos, algunos están vivos,
esclavizados; esta historia contiene datos, nombres de pueblos,
descripción de criminales.
“Llegaban a las casas y así nomás
apuntaban con sus armas, violaban a señoras. Los trataban muy mal,
duraban 15 días sin bañarse, de comida les daban puras Maruchan, los
traían robando, armados, dando vueltas por el pueblo.”
–¿Y cómo sabes eso? –se le pregunta.
–Mi hermano nos lo contaba.
–¿Cómo?
–Un
día logró ir a un cerro y desde arriba le llamó por teléfono a mi papá
para decir que estaba bien, pero que los trataban muy mal. Otro día
apareció en casa… aprovechó que hubo una balacera… Escapó.
La
joven, aunque habla en voz baja, no se ve nerviosa. Parece que tiene
necesidad de contar su historia. Está en un encuentro de familias de
todo el país que también buscan a uno de los suyos. Aquí supo que su
caso no es aislado y acaba de prometerse que nunca dejará de buscar a
ese hermano mayor que regresó del infierno y se lo describió, pero tuvo
que regresar a él, por su propio pie, para salvar a su familia de ser
sometida a un purgatorio, lento, cruel, salvaje, en esta vida.
“Cuando
escapó, ellos llamaban a mi hermano para decirle que se regresara para
que no nos mataran a nosotros. Mis papás lo mandaron a Chihuahua con un
tío, pero él estaba intranquilo. Duró allá unos días, regresó a la casa,
creemos que para entregarse, y de inmediato vinieron por él y se lo
llevaron a la sierra. La última vez que supimos de él fue un día que
habló llorando, decía que no quería estar ahí, que no aguantaba, que
veía cosas, que hacían muchos delitos. Llevamos dos años sin noticias.”
El
infierno que ella describe es el de una prisión sin rejas. Una cárcel a
campo abierto; su hermano vivía con puros jóvenes, unos reclutados a la
fuerza, otros estaban ahí por su voluntad, en una casa abandonada a las
afueras del pueblo. Se turnaban para dar rondines y vigilar que no
llegaran otros a balear. “Ellos eran la policía del lugar”, dice.
Esos
“policías” estaban armados, patrullaban en camionetas robadas, no
tenían horarios de descanso, comían lo que podían, vivían “bien locos”,
estimulados por mariguana o cocaína y sus excesos con frecuencia
terminaban con balazos y asesinatos entre ellos. No recibían paga y
tampoco podían renunciar al trabajo, ya que sus captores conocen a sus
familias.
“De aquí son muchos jóvenes que los linieros
(integrantes de La Línea, brazo armado del Cártel de Juárez) se han
llevado así. A unos los llevan a trabajar a Cuauhtémoc, Guachochi, San
Juanito, Creel, La Junta, Guadalupe y Calvo, Batopilas, a diferentes
lugares, o andan cerca de ahí. Unos se han escapado, pero si regresan,
se los llevan.”
El acuerdo para esta entrevista es no revelar
datos que puedan ayudar a ubicar a la informante, quien ya vive en otra
región del país. Aunque dice que son tantos los jóvenes reclutados a la
fuerza, con la misma historia, que cualquiera podría haberla narrado.
La
posibilidad de que algunas personas consideradas desaparecidas estén
con vida, prisioneras, trabajando como esclavas, es una certeza para
muchas familias que se han dedicado a investigar el paradero de los
suyos y también para organizaciones de derechos humanos de Chihuahua,
Coahuila, Nuevo León, la Ciudad de México y Guanajuato; personal de los
albergues de migrantes y de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito
Federal (CDHDF), el obispo de Saltillo, Raúl Vera, y hasta el
gobernador de Coahuila, Rubén Moreira.
La reportera ha constatado
que las familias aportaron a los actuales titulares de la Procuraduría
General de la República (PGR) y de la Secretaría de Gobernación estos
datos, que apuntan a la existencia de ranchos, casas de seguridad y
bodegones donde los grupos del crimen organizado tienen esclavos, en su
mayoría hombres en edad productiva. Muchos migrantes.
El
procurador Jesús Murillo Karam pidió tiempo a las familias para crear
una unidad especializada en búsqueda, que tuviera un área de
inteligencia y otra de fuerza, para liberar a los prisioneros de los
cárteles de la droga en operativos sin muertos. Las familias siguen
esperando.
Raúl Vera está convencido de que las personas
desaparecidas no son huesos: “Hay indicios muy fuertes de que estas
personas pueden estar en campos de concentración, donde están haciendo
trabajos forzados. Hemos sabido de gente que dice: ‘me escapé’ y que
estuvieron en campos, los estaban preparando para usar armas. Por
migrantes sabemos que estuvieron secuestrados en casas de seguridad”.
Según
reportes de las organizaciones civiles, son forzados a trabajar en el
halconeo, el sicariato, la pizca de mariguana, la extorsión, la
construcción de túneles, la limpieza de las casas de seguridad y la
alimentación de sus prisioneros, la esclavitud sexual o la instalación
de equipos de comunicación. O a fungir como policías de regiones tomadas
por el narcotráfico.
“Es muy probable que estén caminando entre
nosotros, sueltos, pero vigilados porque tienen un trabajo que cumplir”,
dice Alberto Xicoténcatl, director de la Casa del Migrante de Saltillo,
albergue al que han llegado sobrevivientes de esa tragedia que la PGR
ha calificado como “crisis humanitaria”.
En México el reporte
preliminar de desaparecidos el sexenio pasado es de 27 mil personas y el
registro se sigue engrosando en éste.
Juan López, abogado de
Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en México (Fundem), estima que
una tercera parte de esas personas forzadas a ausentarse pueden haber
sido esclavizadas.
Los hallazgos de la Marina o del Ejército en
las “casas de seguridad” atiborradas de prisioneros –la mayoría
migrantes– confirman que el fenómeno va en aumento. Sólo el 4 de junio
fueron rescatados 165 migrantes en un solo operativo.
Nadie contesta
El
fenómeno de la desaparición de personas comenzó a evidenciarse a partir
de 2007 en los lugares disputados entre bandas del crimen organizado y
las fuerzas federales. Al poco tiempo, organizaciones de derechos
humanos escucharon los primeros relatos sobre personas arrancadas de sus
hogares y que luego fueron vistas con vida.
Uno de esos
testimonios es el del mexicano-estadunidense José Esparza Cháirez, de la
Fuerza Aérea de Estados Unidos, quien dijo a la periodista Carmen
Aristegui que al buscar a sus tres hermanos desaparecidos en enero de
2009 en Cuencamé, Durango, varias personas le informaron que los habían
visto trabajando como sicarios por la región, disfrazados con uniformes
de la Policía Judicial.
Datos como ese eran difíciles de creer y
los defensores los atribuían a la esperanza de las familias de que sus
seres queridos estuvieran vivos. La hipótesis era que los cárteles
mataban pronto a quien levantaban. Con el tiempo, conforme más familias
comenzaron a agruparse y detectaron tipologías similares en los casos,
la teoría cambió.
Blanca Martínez, la directora del Centro de
Derechos Humanos Fray Juan de Larios, que cobija a la organización de
familiares de Fundem/Fundec, creada en 2009 en Coahuila, señala:
“Tardamos un rato para llegar a esta hipótesis del trabajo forzado.
Fuimos muy cuidadosos de no fomentar una utopía. Sabíamos que las
familias, en su dolor, tienen que aferrarse a cualquier esperanza, pero
después tuvimos algunos indicios de que es posible”.
–¿Cómo cuáles?
–Las
familias reciben llamadas telefónicas en fechas íntimas muy
significativas, como el cumpleaños de la madre, algún aniversario. Suena
el teléfono y nadie contesta del otro lado. Las madres comienzan a
charlar, porque creen que son sus hijos que se están reportando aunque
no hablen, porque los tienen de manera forzada, y lo hacen así para no
arriesgar a la familia.
En varios casos algún familiar dice haber
visto en la calle al pariente considerado desaparecido, con quien sólo
puede hacer contacto visual para no ponerlo en peligro. A la par, la red
nacional de albergues de migrantes ha tomado testimonios de personas
fugadas de esos lugares.
“Decían que estuvieron en casas de
seguridad, en el campo, en espacios poco urbanizados, junto a otras
personas capturadas y sin permiso de hablar entre ellos. A diario los
sacaban a trabajar. Unos duraron seis meses, otros un año, en un estado
de terror porque cada semana juntaban a todos y asesinaban a uno.
Pudieron escaparse cuando había un operativo de la Marina, en la
confusión podían correr”, relata Alberto Xicoténcatl.
La Comisión
Nacional de los Derechos Humanos registró testimonios similares en 2010,
en su informe sobre el secuestro de migrantes. Sólo de 2009 a 2013, la
Sedena liberó en 531 operativos a 2 mil 352 personas cautivas, 855 de
ellos migrantes, según un reporte obtenido mediante la ley de
transparencia. La mayoría de los municipios-prisiones donde se
encontraron decenas de secuestrados están en Nuevo León, Coahuila,
Veracruz, Tabasco, San Luis Potosí, Michoacán y principalmente en
Tamaulipas.
Doblemente desaparecidos
El abogado Juan
López dice que aunque han sabido de personas que “aparecen” en otros
estados, no han podido entrevistar a ninguna: “La gente que escapa queda
descompuesta, psicológicamente rota. Se sabe que aparecieron, pero no
dónde están. Es tan estrujante la experiencia que alcanzan a llegar a
sus casas, toman sus cosas y huyen. Se fuerzan a desaparecer y empezar
su vida lejos”.
El sacerdote Pedro Pantoja, fundador de la Casa
del Migrante de Saltillo, quien sí ha tratado con los sobrevivientes de
ese infierno, los describe:
“Llegan flacos, maltratados,
horrorizados porque los tuvieron ‘trabajando’. No siempre pueden hablar,
y si lo hacen es con terror de lo que vivieron en esos hoteles, bodegas
o almacenes donde los tienen, donde veían llegar a la policía. Algunos
fueron torturados, otros llegan casi con pérdida de personalidad.”
Es tal el trauma de estos hombres y mujeres que debió crear un área de salud mental para atenderlos.
Las
organizaciones de derechos humanos del país registran que la mayoría de
los desaparecidos en las zonas disputadas por los cárteles son hombres
en edad productiva (de 19 a 35 años) y muchos de ellos hacían un trabajo
especializado. Un ejemplo son los 12 técnicos dedicados al
mantenimiento e instalación de antenas de telecomunicación
desaparecidos, 10 de ellos en Tamaulipas y dos en Coahuila.
“Entre
los que buscamos hay ingenieros, y lo piensas cuando ves que
descubrieron los llamados narcotúneles con trabajo de ingeniería.
También hay veterinarios, albañiles, y varios con habilidades que los
hacen susceptibles de trabajar en una gran empresa como la delincuencia
organizada”, dice Blanca Martínez.
Alfonso y Lucía, padre y madre
del ingeniero en sistemas defeño Alejandro Moreno Baca, desaparecido el
27 de enero de 2011 tras pasar la caseta de Sabinas Hidalgo rumbo a
Texas, comparten la hipótesis de muchas familias: “Ellos (los
criminales) necesitan de todo tipo de gente para que la maquinaria
funcione. Es por lógica. Necesitan médicos, enfermeras, ingenieros,
obreros, albañiles, por eso se los llevan”.
La pareja descubrió
que los tripulantes de otros cuatro autos desaparecieron en el mismo
tramo carretero. Pero no fue sino hasta agosto de 2011, a partir de que
dos policías federales fueron degollados en la zona, que el Ejército y
la Policía Federal realizaron operativos en esos municipios
nuevoleoneses colindantes con Tamaulipas y encontraron un campamento
donde entrenaban unos 200 futuros sicarios, ranchos ocupados por zetas,
38 antenas en Escobedo y 43 repetidoras en Saltillo. Tuvieron un
enfrentamiento en El Vallecillo, donde 20 “sicarios” fueron asesinados y
40 escaparon.
Mientras muestra esas noticias, Alfonso Moreno
reflexiona: “Alguien tiene que estar operando las antenas que usa la
delincuencia organizada, no sabemos si ahí traen a los jóvenes,
obligados a trabajar, o si a mi hijo lo obligaron a ser sicario y es uno
de los que la nota dice que escaparon”.
No lo dice, pero deja
claro ese miedo que expresan muchas familias: “¿Y si uno de ellos es mi
hijo y el Ejército dispara a matar sin darle tiempo de decir nada?”.
El
5 de junio pasado, tras varios meses de entrevistas con familiares de
Fundec, el gobernador Rubén Moreira, quien ha reconocido que en su
estado han desaparecido 2 mil personas, anunció que su gobierno busca
también a los vivos. Contra la lógica nacional, no sólo busca restos.
Los
indicios se manifiestan en todo el país. En el Distrito Federal, Carlos
Cruz, director de la organización Cauce Ciudadano, que acompaña a
jóvenes en riesgo, relata que en un tutelar de menores (se reserva la
ubicación por seguridad) encontró un grupo de adolescentes de 15 años
que fueron levantados de sus barrios en Nuevo Laredo y durante 90 días
llevados de pueblo en pueblo hasta terminar en un campo de entrenamiento
en armas de Los Zetas.
La defensora Malú García, de la
organización chihuahuense Nuestras Hijas de Regreso a Casa, dice que a
partir de 2008, cuando el Ejército y la Policía Federal ocuparon Ciudad
Juárez, los integrantes de la pandilla Los Aztecas, al ver mermado el
narcomenudeo, se dedicaron también a la trata de mujeres. Al menos 30 de
ellas han desaparecido y la organización presume que mientras sean
negocio, las mantendrán vivas.
Teresa Ulloa, directora en México
de la Coalición Contra el Tráfico de Mujeres y Niñas en América Latina y
el Caribe, dice que en todas las regiones disputadas por
narcotraficantes se registra la desaparición de jovencitas que
probablemente sean usadas como esclavas sexuales de los capos o sus
tropas.
Un defensor de derechos humanos, que pide no ser
identificado, recrea el testimonio de un sobreviviente de la reclusión
en Tamaulipas: “Dice que les daban camioneta y armas y los ponían a
cobrar. Tenía que entregar una cantidad mensual de dinero y hacerle como
pudiera si quería vivir. Entonces ellos extorsionaban a todos y
obligaban a los de la gasolinera a llenarles el tanque. Y aunque traían
camionetas y armas, no estaban libres, estaban en una cárcel abierta y
tenían que pagar cuota al presidente municipal y la policía. La gente
los consideraba parte de los malos. ¿Cómo iba a escapar?”.
Un
defensor de Chihuahua consultado para este reportaje mencionó que han
tenido noticias sobre jóvenes enganchados para trabajar en la pizca de
legumbres en Sinaloa. Ahí mismo los hicieron prisioneros y los obligaron
a sembrar mariguana. Pocos tienen la oportunidad de escapar en esos
campos vigilados por matones armados.
Otro defensor que pide no
ser identificado cita el relato de una persona que para buscar a su hijo
entró disfrazado a una bodega en las afueras de una ciudad, también del
norte, donde vio personas hacinadas (“a más de 200”), escuchó sus
lamentos, respiró ese olor concentrado de orines, excrementos y sudores.
Quedó traumado.
Un integrante de la red nacional de albergues de
migrantes dice que este año tomaron la declaración a un hombre que dijo
haber estado en un rancho en Tamaulipas donde tenían retenidas a
personas en jaulas hechas con mallas “como de gallinero, donde los
tenían día y noche, hiciera sol o lloviera, comiendo pan y agua una vez
al día, hasta que sus familiares pagaran rescate”. Él escapó una noche
que sus guardias estaban demasiado drogados.
Testimonios como esos
son recibidos cada vez con más frecuencia por las organizaciones de
derechos humanos, pero nadie se atreve a decir “yo estuve desaparecido”
por miedo a los victimarios, que sí están protegidos.
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