Octavio Rodríguez Araujo en La Jornada
Hace muchos años tuve una ríspida discusión con algunos colegas especialistas en elecciones mexicanas. Mi argumento era que el análisis de las elecciones tenía que tomar en cuenta que los datos no eran confiables; que me constaba, por testimonios personales de amigos en el poder, que esos datos se ajustaban desde los escritorios de Gobernación con base en límites de credibilidad y según el mejor escenario escogido matemáticamente por expertos. Algunos de esos escenarios los conocí porque sus artífices confiaron en mi discreción al exponérmelos para conocer mi opinión. ¿Cuál te parece el más aceptable, el más creíble?, me preguntaban. Eran los tiempos en los que el gobierno federal en turno controlaba todo el proceso electoral, desde la elaboración del padrón de electores hasta la calificación de los resultados por los colegios electorales de las dos cámaras del Congreso de la Unión (subordinadas entonces al Poder Ejecutivo).
Una de las respuestas que me daban mis colegas, incómodos con mis críticas a su trabajo y que años después fueron consejeros electorales en el país o en alguna entidad federativa, fue que esos eran los datos y con ellos había que trabajar. Mi contrarréplica era que sí, era lo que había, pero que cualquier análisis de esos datos debía incluir el estudio de sus inconsistencias y que, dado que se maquillaban en función de escenarios creíbles y aceptables, sólo, en el mejor de los casos, servirían para establecer ciertas tendencias, no muy precisas.
El gobierno federal inició paulatinamente la pérdida de control de las elecciones a partir de que la autoridad encargada de éstas aumentó poco a poco una relativa autonomía (nunca completa). Con las reformas legales de 1996, que Zedillo dijo que serían definitivas, y gracias al reparto partidista pero equilibrado de la conformación del Consejo General del Instituto Federal Electoral desde la Cámara de Diputados, los mexicanos quisimos creer en los resultados de las elecciones, a sabiendas de que todavía persistían viejos vicios como la coacción y la compra del voto (sobre todo en zonas rurales), y otros derivados también de la falta de preparación de los funcionarios de casillas y de los representantes de los partidos en muchas de éstas. (De esas reformas legales surgió también el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, TEPJF, como órgano jurisdiccional autónomo y ya sin las ambigüedades que tenía el Trife respecto al alcance de sus resoluciones.) Las elecciones federales de 2000 y de 2003 fueron poco objetadas y, en general, las aceptamos como buenas y válidas. Digamos que los mexicanos (me incluyo) queríamos creer en que ahora sí las elecciones serían el camino más civilizado y democrático para llenar los cargos de representación previstos en la Constitución. Se habló hasta el cansancio de transición a la democracia y los más audaces dijeron que México ya vivía una democracia madura. ¡Error!
En los estados de la República, sobre todo en los que había y hay resabios de caciquismo, las elecciones locales siguieron siendo altamente cuestionadas. Empero, la nueva instancia calificadora de las elecciones, el TEPJF, actuó con objetividad en la anulación de los comicios en Tabasco (2000), lo que le ganó prestigio como autoridad jurisdiccional en materia electoral. Pero esto fue hace seis años y porque los intereses en juego en Tabasco no eran ni son comparables a los que se defienden a nivel nacional en el gobierno federal.
Estos intereses son de tal magnitud que, de golpe, los mexicanos nos vimos metidos en una metafórica máquina del tiempo y regresados a los años 70 y 80 del siglo pasado, con una diferencia: que entonces no existían el IFE y el TEPJF. Sin embargo, estas instancias novedosas que nacieron con prestigio, dilapidaron su imagen y su autonomía al actuar facciosamente y por consigna en la más reñida elección presidencial del México contemporáneo, con lo cual, en los hechos, dimos un paso adelante y dos atrás.
La cacareada transición a la democracia y la democracia que parecía afirmarse en el país en 2000 llevando a Fox a la Presidencia de la República, fue frenada por ésta y luego puesta en reversa anulando en la práctica el avance democrático y a las instituciones correspondientes. En otras palabras, estamos igual que antes, con todo y el IFE y el TEPJF, quizá porque alguien olvidó que las instituciones no son abstracciones suspendidas en el espacio sino órganos encabezados por personas que tienen un precio. El precio de los consejeros electorales del IFE es, por lo menos, mantener su bien pagada chamba por cuatro años más; el de los magistrados, un bono nada desdeñable de varios millones de pesos por diez años de "servicios" (literalmente), más los que quizá recibieron bajo la mesa.
Si en 2000 parecía que sólo en los estados persistían los viejos vicios electorales, en las recientes elecciones federales se comprobó que nada ha cambiado en realidad: el PAN en el poder usó los mismos métodos de su antiguo adversario y ahora aliado, el PRI. Si antes parecía que los únicos rezagados en la modernización democrática eran los estados de la Federación, ahora se sabe que siguen estando rezagados pero que no son los únicos: la Federación también.
Si antes se pensaba que pronto seríamos civilizados y que las luchas por el poder se resolverían en las urnas, pacífica y democráticamente, ahora sabemos que las elecciones, como en las dictaduras de Díaz y de Somoza, sirven para legitimar, a como dé lugar, el poder de los oligarcas que se benefician de él. Y luego se preguntan, con cara de yo no mato una mosca, por qué hay violencia.
Lo que más me molesta es tener que coincidir con quienes siguen diciendo que las elecciones en México son una farsa.
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