Editorial
En su primer viaje a Europa como titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa ha tenido un mal comienzo, empezando por las recriminaciones al gobierno mexicano por su falta de compromiso con la porción de la legalidad que se refiere a las garantías individuales y los derechos humanos. Las muestras de rechazo no se limitaron al intento de manifestación disuelto por la policía en la residencia oficial de Bellevue, en Berlín, ni a los anuncios de protestas que llevaron al visitante mexicano a moverse de manera furtiva en su primer día de visita. Amnistía Internacional hizo coincidir con el inicio del viaje de Calderón a Europa la difusión de un comunicado de prensa en el que exhorta al gobernante a poner fin a la impunidad con que suelen saldarse las violaciones a los derechos humanos en el país, denuncia la persistencia en él de torturas, abusos y detenciones arbitrarias, y señala la detención de 140 activistas y periodistas en Oaxaca y la tortura a muchos de ellos. Por su parte, el obispo alemán Franz Grave, presidente de la organización humanitaria Adveniat, reiteró su demanda de que el gobierno de Calderón se comprometa con el respeto a la dignidad de mexicanos y de extranjeros en territorio nacional, y "especialmente con los derechos de los emigrantes centroamericanos" que atraviesan nuestro país con el propósito de llegar a Estados Unidos.
A este panorama adverso para el visitante se suman las actitudes de una diplomacia errática y sin rumbo. Es significativa de estas carencias, para empezar, la omisión de la Unión Europea en el primer viaje presidencial de Calderón al viejo continente. En efecto, la cancillería mexicana acordó encuentros del visitante con los gobernantes de Alemania, España y Gran Bretaña, pero pasó por alto a los organismos de la Unión Europea, pese a que México mantiene una relación formal y contractual importante con ésta. Como si fuera necesario subrayar este error diplomático elemental, Calderón se refirió, en declaraciones a la prensa y en una alocución ante empresarios alemanes, al propósito de su gobierno de reforzar los lazos no con Europa, sino con América Latina, Asia y Estados Unidos, y no escatimó referencias tan adversas como innecesarias a los gobiernos de Veneuela y Bolivia: "Mientras otros países están viendo cómo afectan la inversión extranjera o cómo expropian las inversiones, nosotros cada día estamos pensando cómo hacer para que vengan a México".
El dignatario mexicano cometió, por otra parte, el traspié de equiparar, con ventaja a su favor, la precariedad de las cifras oficiales que le dieron el triunfo electoral el año pasado con el estrecho margen con el que el partido de la actual canciller alemana, Angela Merkel, ganó los más recientes comicios: "Debo aclarar que yo gané por un margen de votos superior al que la señora Angela Merkel ganó la elección en Alemania", dijo, en presencia de la aludida, pero omitió un par de datos: esta última no fue objeto de las masivas impugnaciones que caracterizaron al proceso del año pasado en México ni despertó sospechas semejantes y, al contrario de lo ocurrido en nuestro país, la derecha gobernante en Alemania, consciente de su menguado apoyo electoral, formó un gobierno incluyente con otras fuerzas políticas.
México se caracterizó ante el mundo por la coherencia de su política exterior y por el profesionalismo y la calidad de su instrumento principal, la diplomacia. Esos importantísimos activos nacionales fueron destruidos por el primer gobierno panista, cuyo titular no desaprovechó una sola de las oportunidades que se le presentaron para iniciar pendencias absurdas, proferir sonados desfiguros verbales y lanzar iniciativas delirantes, como proponerse de mediador para Medio Oriente o formular un Plan Puebla-Panamá cuyo significado real no llegó a conocerse nunca. Salvo por la afortunada ausencia de dislates tan bochornosos como los de su antecesor guanajuatense, el gobernante michoacano no ha mostrado, hasta ahora, propósitos de enmienda ante el desastre que heredó en materia de política exterior.
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