Alejandro Nadal
Para terminar el año llegaron dos noticias: Saddam fue ejecutado y murió el soldado estadunidense número 3 mil en la guerra. El depuesto dictador había dejado de ser una referencia importante para los iraquíes desde hace mucho. Así que lo relevante el 29 de diciembre fue el simbolismo de una ejecución que confirma el círculo vicioso de la violencia en Irak.
Hubiera sido más certero decir que Saddam fue asesinado. Las máscaras de los encargados de eliminarlo constituyeron un mal disfraz de justicia. Quizás sirvieron para vestir como verdugos a los encargados de liquidarlo, pero no para esconder el móvil del asesinato: eliminar un testigo comprometedor. Como en cualquier guión de película de mala calidad, Saddam Hussein "sabía demasiado".
Sólo él conocía los nombres de las compañías que le vendieron las armas químicas para bombardear a los pueblos kurdos y las tropas de Irán. El sabía los nombres de los funcionarios en Washington y Bruselas que autorizaron las ventas de material de guerra durante los años 80 a pesar de las restricciones sobre comercio de armas en el Medio Oriente. También estaba enterado del nombre de los agentes que semanalmente le proporcionaron imágenes de satélite sobre las líneas enemigas durante la guerra con Irán que cobró más de un millón de muertes.
Saddam hubiera sido un formidable testigo de cargo sobre los crímenes perpetrados por Estados Unidos en toda la región en los pasados 20 años. Por eso era impensable hacerle correr la suerte de Slobodan Milosevic, el depuesto presidente de Serbia, y enviarlo para ser juzgado por un tribunal internacional en La Haya. Sobraban argumentos técnicos que justificaban un juicio internacional, pero Estados Unidos prefirió que lo juzgaran sus títeres en Bagdad. De lo contrario, Saddam habría soltado la lengua para deleite de la prensa internacional.
Alguna vez Henry Kissinger afirmó que era más peligroso ser aliado de Estados Unidos que enemigo. Tenía razón y Saddam Hussein lo pudo comprobar. Los esbirros encapuchados encargados de liquidarlo, como miembros de cualquier célula del olvidado al-Zarqawi, le explicaron cómo tronaría su pescuezo en el patíbulo. Pero no tuvieron que explicarle lo que ya sabía: Estados Unidos necesitaba eliminar al testigo más importante de sus crímenes de guerra. En los juicios de Nuremberg después de la segunda guerra mundial, hasta los criminales nazis tuvieron un juicio supervisado por un tribunal internacional. En cambio, en Bagdad, Estados Unidos acaba de sentar un precedente tan peligroso como denigrante.
De todas maneras, pocos derramaron lágrimas al conocer la ejecución. Hussein fue un sanguinario dictador con la muerte de cientos de miles de personas a cuestas. Pero la pena de muerte impuesta después de un juicio montado por una potencia invasora, no tiene nada que ver con la justicia. Eso sí, revela una vez más el gusto por la pena capital en Estados Unidos. Es una vieja idea muy arraigada en ese país: está bien matar a alguien si uno siente que tiene una buena razón para hacerlo. Es así que la venganza se disfraza tantas veces de justicia.
La ejecución de Saddam Hussein dentro de la súper fortificada Zona Verde en Bagdad, es otro acto de relumbrón en ese mal guión que es la aventura de Washington en Irak. Estados Unidos no tiene ninguna estrategia para su guerra loca. Lo único que hay en la febril mente de Bush son actos rodeados de una mediocre escenografía. Por eso cree que todo puede arreglarse con episodios como su aterrizaje disfrazado de piloto de combate en el portaviones USS Abraham Lincoln. ¿Cuál será el próximo acto de esta trágica comedia?
Es una hipótesis plausible que los arquitectos de la invasión de Irak pensaron que la inestabilidad en la región sería tan grande que nadie en Estados Unidos se atrevería a recomendar la retirada. Pues ya se equivocaron. A principios de diciembre el Grupo de Estudio sobre Irak, un equipo capitaneado por James Baker, amigo de la familia Bush, presentó el resultado de sus análisis. Después de reconocer que la situación en Irak es grave y continúa deteriorándose, el equipo formuló su principal recomendación: comenzar la retirada de tropas estadunidenses a principios de 2008.
A contrapelo, la Casa Blanca tiene otros planes: aumentar la presencia militar en Mesopotamia. No se habla de escalada, como en los tiempos de Vietnam, sino de un "pico temporal" en el envío de refuerzos a las atribuladas tropas imperiales. Ya se está manejando la cifra de unos 30 mil soldados adicionales "durante un periodo de seis meses". Es posible que el anuncio lo haga el nuevo jefe del Pentágono, Robert Gates, un funcionario que toda su vida se la ha pasado haciendo caravanas a sus superiores. Quizás lo anuncie el propio Bush, aconsejado por asesores que le susurran al oído que esta guerra se puede "ganar".
Un hecho es incontrovertible: en Washington nadie sabe qué hacer en Irak. Mientras tanto, un nudo corredizo se cierra inexorablemente sobre la aventura imperial.
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