Pedro Miguel
Tal vez muchos de los soldados que la Casa Blanca ha enviado a Irak creyeron, al principio de la guerra, la basura argumental de Bush para justificar la incursión y la permanencia allí de las fuerzas ocupantes: eliminar armas de destrucción masiva, combatir a distancia la amenaza del terrorismo, democratizar al país ocupado, dar seguridad a los iraquíes. Una a una, desde marzo de 2003 a la fecha, tales mentiras han ido cayendo por su propio peso. El embuste más reciente en torno a la ocupación es el objetivo de pacificar el país; un propósito disparatado, si se considera que la causa principal de la violencia es, precisamente, la presencia de los soldados invasores.
Bien: ya fue derribada la dictadura, ya fueron asesinados los miembros principales del clan Al Tikriti, empezando por el propio Saddam, ya se realizaron elecciones en la nación invadida, los centros de resistencia nacional han sido arrasados varias veces, Irak tiene ya un nuevo cuerpo de policía y un ejército renovado, pero los atentados sangrientos no muestran señales de amainar. Ayer, cuando llegaban las primeras tropas estadunidenses adicionales, los artefactos explosivos causaron la muerte de 87 personas en Bagdad.
El fin de semana pasado dejó un saldo de 23 difuntos entre las fuerzas ocupantes. La insurgencia sunita no ha perdido su capacidad de derribar helicópteros, y el sábado bajó a uno de ellos, repleto de soldados gringos, en Al Anbar. Por su parte, las milicias chiítas, que en teoría debieran ser aliadas de Bush, han vuelto a la ofensiva contra los invasores y les causaron ocho bajas cinco de ellas, mortales en un combate en Kerbala.
Los sondeos recientes en Estados Unidos dicen que dos tercios de la sociedad piensa ya que esta guerra es un disparate. Las empresas encuestadoras se cuidan mucho de investigar qué porcentaje de los ciudadanos considera, además, que la aventura en Irak es un crimen. Sería interesante conocer el punto de vista al respecto de los soldados estadunidenses en el campo de batalla. En todo caso, los efectivos ocupantes estarán al corriente de los estudios de opinión y se habrán enterado que la mayoría de sus compatriotas tiene una postura de rechazo a su misión. A estas alturas, muchos de los militares estadunidenses en Irak, tal vez la mayor parte de ellos, han de saber que no permanecen allí para garantizar la seguridad de su país ni para contribuir a la democracia en el mundo ni para cuidar a los iraquíes ni para acabar con el terrorismo. Si no han vuelto a casa es, simplemente, porque Bush se niega a admitir que él y las fuerzas armadas de su país han sido derrotados de manera irremediable.
Los 23 mil efectivos adicionales enviados por Bush sin propósito alguno están llegando a Irak con una percepción de primera mano del creciente rechazo social a la guerra. Saben, de alguna manera, que no tienen ninguna posibilidad de victoria y que su misión en el infierno se reduce a minimizar los costos de la derrota. Lejos de infundir nuevos ánimos entre sus compañeros, contribuirán a desmoralizarlos.
El contingente de Estados Unidos en Irak se ha quedado sin motivaciones para pelear, salvo por lo que se refiere a las pulsiones deleznables presentes en cualquier soldadesca: el pillaje, la violación, el regocijo en la destrucción de lo ajeno. Es posible que la descomposición moral de los soldados invasores los lleve a la generalización de comportamientos atroces, pero no por ello van a volverse más eficientes en el combate. El ritmo de bajas no va a disminuir, y ello acrecentará el malestar de los votantes en Estados Unidos. Tal vez el fin no esté cercano, pero éste es su principio.
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