José María Pérez Gay/I
Agradezco al Consejo Consultivo de Radio y Televisión del Distrito Federal su invitación para participar en este debate: "¿Cómo construir una televisión autónoma e independiente del gobierno?" Hace ya mucho tiempo, a principios del sexenio de Vicente Fox, dejé la dirección general de Canal 22; dirigí y administré ocho años con verdadera pasión el nacimiento y desarrollo de un canal de televisión al parecer público -en realidad, la asignación directa de esa frecuencia la hizo la Presidencia de la República, el gobierno de Carlos Salinas de Gortari-; una concesión sometida a todas las restricciones y prohibiciones propias de las estaciones que son, como se dice con esa horrenda palabra, permisionadas. Antes del presupuesto y la salida al aire llegó la disputa por el Canal 22 entre los grupos de intelectuales de las revistas Vuelta y Nexos -al que yo pertenecía-, el canal azolvado, el secuestro de las instituciones culturales, la Conjura de los Letrados de Nexos, el parto de los montes, como lo llamó Octavio Paz.
Después nos envolvieron los días de la soledad y las incontables pesadillas: el traslado de siete toneladas de fierros y acero inservibles del Ajusco al cerro del Chiquihuite, los restos del desastre de Imevisión, toda la programación de veintitantos años había sido borrada y destruida, nada sobrevivió a la furia devastadora de los administradores del naufragio, la destrucción de la memoria, el síndrome indeleble de los mexicanos. Los ocho meses arrinconado con 35 colaboradores y con la mitad del sueldo en los Estudios Churubusco, soñando con un presupuesto que no llegaba -se retrasó nueve meses-, con una programación cultural imaginaria. El destartalado transmisor unidireccional -fabricado en 1978 que funcionaba por calentamiento de agua- lo heredamos -nada menos y nada más- que de Margarita López Portillo. Una sola franja de luz caía sobre la ciudad. Por ejemplo, en Heriberto Frías 20 podían captar la señal, pero en Heriberto Frías 21 no-; después la gazmoñería de la Secretaría de Hacienda en la época de las privatizaciones más rapaces; la construcción de una antena de 140 metros de altura, la puesta en transmisión de la antena omnidireccional, que bañaba toda la ciudad de México, una parte del estado de Hidalgo y otra de Puebla; la capacidad técnica de los ingenieros mexicanos egresados del Politécnico Nacional; el capitán de ese buque de transmisiones, el ingeniero Jorge Segovia; el aprendizaje de lo que significaba la Ultra Alta Frecuencia, cuando apenas comenzaba el sistema de la red del cable privado en el país -los cableros fueron nuestra verdadera salvación, transmitieron la señal a 357 ciudades-; mis tres largas conversaciones con Emilio Azcárraga Milmo que nos permitió estar presentes en Cablevisión.
Las inacabables reuniones con don Pedro Aspe y sus funcionarios de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público; la lucha por el presupuesto, centavo por centavo, partida por partida; la compra del equipo en cuatro meses; la ayuda invaluable de un caballero honesto: don Joaquín Vargas, en ese lodazal de mezquindades; la asignación del Canal 22 a Conaculta; las también inacabables discusiones con Rafael Tovar y de Teresa y Ernesto Zedillo Ponce de León, secretario de Educación Pública; la construcción en menos de seis meses de los estudios de televisión en Churubusco; el Consejo de Planeación y Políticas de Desarrollo, un panal de intrigas y ambiciones; los motines emocionales de doña Alejandra Lajous, por ese entonces directora de Canal Once y -así lo creía ella- dueña del único proyecto válido de televisión pública, quien se oponía a la creación del Canal 22, una insoportable y verdadera monserga.
Después apareció mi personaje inolvidables en el mundo de la televisión pública: el doctor Fausto Nosferatu Alzati, efímero titular de Educación Pública, quien me despidió dos veces de la dirección general, porque proyectaba que el Canal 22 fuese sólo una dirección de su flamante secretaría. Alzati era el paroxismo de la histeria priísta, la sabiduría convertida en un interminable menú, la simulación académica de los rituales políticos secretos.
Nuestra primera carta de programación nacional, el fomento de la producción independiente, el rescate de más de 178 horas del cortometraje y su historia en México; el Noticiero 9.30, que consignó día a día durante ocho años la vida cultural del país; Tratos y retratos, las entrevistas de Silvia Lemus, que ningún otro canal ha presentado; la primera entrevista que Salman Rusdie concedió desde la clandestinidad a un medio televisivo, las otras de Ar-thur Schlesinger a García Márquez. Los laberintos jurídicos y los aburridísimos y letales consejos de administración con el contralor general que coordinaba a veintitantos contadores públicos titulados, dispuestos siempre a sorprender a los corruptos con las manos en los billetes y los vi-deos, un grupo de interventores que el canal pagaba cada mes con puntualidad prusiana; los comisarios de la Contraloría que sabían de televisión lo que yo, con toda humildad, sabía de sánscrito o suagili; las recompensas fugaces -como todo en el mundo efímero de la televisión-; el Premio Cámera que la Unesco otorga cada tres años a la mejor televisión cultural del mundo; la nominación para las finales de los Grammy con la serie de Alejandra Islas Serguei Eisenstein en México -nos ganó la BBC de Londres con una producción de 3 millones de dólares-; los dos premios nacionales de periodismo, uno de ellos a Julio Pliego, quien falleció hace sólo unas semanas, por su programa Luz de la Memoria; la generosidad de Julio al ofrecernos todo lo que había filmado; el rescate de los momentos históricos del movimiento estudiantil del 68, que no se habían visto hasta ese momento en la pantalla; los inicios de la productora Argos, Epigmenio Ibarra y sus partes de guerra... las imágenes del cerco a la ciudad de Sarajevo, los francotiradores asesinando niños, la serie de seis capítulos en torno a la destrucción de Yugoslavia, entre muchísimas otras. Los catálogos de las 10 productoras de televisión cultural más importantes en el mundo, de Australia a París y Berlín; el convenio con el Canal Arte del Parlamento Europeo; las obras completas de Shakespeare con en Old Vic de Londres -subtituladas por Raúl Ortiz y Ortiz-, vistas por primera vez en la pantalla de un canal mexicano, que nos valió en varios medios el calificativo de elitistas. No tengo remedio ni salida. Ahora soy un populista sin redención, colaborador de quien hace sólo nueve meses era el gran peligro para México.
Me perdonarán esta larga cadena de quejas y pesadillas, no hay duda: el Canal 22 fue un éxito. Me hubiera gustado contarles mejor la experiencia radical de saber -quizá mejor que muchos otros- lo que significa en México lanzar de la nada un canal de televisión semipúblico al aire. Después llegaron los funcionarios de la democracia panista, la inefable Sari Bermúdez y su oceánico analfabetismo ilustrado; mi ex colaborador Enrique Strauss, nombrado director general del Canal 22, y su valeroso esfuerzo de sustituir a Gabriel García Márquez o a William Faulkner por el gran Armando Manzanero o por lanzar bodrios al aire, como el programa De Nefertiti a Madonna, la idea de que es eterna la programación del Canal 13 de 1980. No hay salida. Siempre he creído que nosotros tenemos la pulsión natural de cambiar, de ir buscando en otros ámbitos las luces y oscuridades que mejor se corresponden con nuestras propias luces y oscuridades. En el caso de la televisión en México es diferente, se trata de la Tierra de Nadie de la Noche, donde La fea más bella alcanzó un rating de 43 por ciento, único en la historia de las telenovelas en en país.
*Ponencia leída en el primer foro del Consejo Consultivo de Radio y Televisión del Distrito Federal, el 14 de marzo pasado
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