Raúl Zibechi
Vamos a comenzar con una mirada positiva. El Brasil de Luiz Inacio Lula da Silva ha conseguido, en gran medida gracias a la tenacidad de su presidente, ser reconocido como uno de los países importantes e influyentes del mundo de hoy. La recepción brindada por Geroge W. Bush a Lula en Campo David el 31 de mayo pasado forma parte de la primera visita oficial de un presidente latinoamericano desde que en 1991 recibiera a Carlos Salinas de Gortari. Los hechos posteriores a aquella visita (la firma del TLCAN) confirman que no cualquiera es recibido como visitante de honor en la residencia de campo en Maryland.
El encuentro supone un espaldarazo al papel de Brasil como líder regional, aunque aún está lejos de conseguir su ansiado asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Ese papel fortalece el multilateralismo a escala global y es un reconocimiento de que en la región funciona de hecho un sistema multilateral, donde Estados Unidos ha venido perdiendo influencia en favor de la Unión Europea, China y Brasil. El hecho de caminar hacia un mundo y una región multipolares es una buena noticia para nuestros pueblos, ya que la existencia de varios centros de poder puede favorecer la expresión de los intereses de los de abajo. La novedad más destacada es que ahora uno de esos centros está ubicado en la región, más precisamente en Sao Paulo.
Ambos presidentes han comprendido que se necesitan mutuamente para potenciar a sus respectivas naciones. Por eso este segundo encuentro en tres semanas -Bush visitó Brasil el 8 de marzo- que se limitó a profundizar los acuerdos en marcha. Washington necesita diversificar su matriz energética y el etanol brasileño puede ayudarle, ya que ese país aporta la mejor tecnología y la mayor productividad de la caña de azúcar. Pero también necesita un interlocutor confiable en Sudamérica para contribuir a estabilizar la región. Brasil, por su parte, necesita del apoyo de Estados Unidos para fortalecer su liderazgo regional y su papel de global player. No habría un general brasileño al frente de la misión para la estabilización en Haití si no mediara el apoyo estadunidense. Además, ambos países buscan resolver sus diferencias para llevar a buen puerto la Ronda de Doha: Brasil procura una disminución de los subsidios agrícolas y Estados Unidos pretende que se abran los sectores de servicios y manufacturas. Los dos presidentes coincidieron en la necesidad de llegar a un acuerdo ambicioso lo antes posible.
En suma, el etanol debe entenderse apenas como la excusa del acercamiento político entre los dos países decisivos de las Américas. Pero si observamos el actual acercamiento desde una mirada diferente, aparecen una serie de problemas sustanciales. El más importante es la ruptura del supuesto bloque regional. Fidel Castro y Hugo Chávez critican de manera frontal los biocombustibles mientras Lula y Bush firman acuerdos de largo alcance. Es evidente que asistimos a un conflicto que se resume en un enfrentamiento por ahora indirecto. Pero en apenas tres años y seis meses habrá elecciones en Brasil y el sucesor de Lula no será militante del Partido de los Trabajadores. En ese momento, el carácter de la disputa actual entre dos proyectos de integración regional será más transparente y menos oblicua.
El Banco del Sur comienza su andadura sin las presencias de Brasil y Uruguay, pero con el apoyo -además de Venezuela y Argentina- de Bolivia, Ecuador y Paraguay. Mientras el ministro de Finanzas venezolano, Rodrigo Cabezas, sostiene que el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) responde, Washington y Bush dicen que éste será el único banco regional, Brasil no acuerda crear el Banco del Sur y opta por apoyarse en las instituciones financieras ya existentes como la Corporación Andina de Fomento y el Fondo Financiero para el Desarrollo de la Cuenca del Plata. Este fue, en resumen, el debate registrado en la reciente asamblea anual del BID en Guatemala. En tanto, el Gasoducto del Sur sigue en el limbo. Es inútil hacerse el distraído; la confrontación entre dos proyectos va a más.
Brasil opera defendiendo sus intereses nacionales, que aparecen estrechamente ligados a los del empresariado paulista. Se ofrece como el interlocutor serio y responsable capaz de moderar los impulsos radicales en la región, aunque, claro está, no lo dice de esta manera. Pero al poner distancias con el Banco del Sur y el gasoducto, juega a favor de los intereses de Washington. ¿Será ése el papel del global player regional? No hay más que observar la integración del segundo gobierno de Lula, bastante más conservador que el primero. En un lugar clave, el Ministerio de Desarrollo, Lula colocó a Miguel Jorge, ex ejecutivo del Banco Santander y partidario de la alianza entre Brasil y Estados Unidos. Ocupa el lugar de Furlan, quien defendió con firmeza los intereses de la industria brasileña en su permanente conflicto con Argentina. Si el primer gobierno de Lula dio alas a la "segunda oleada neoliberal", impulsando los transgénicos, las exportaciones de commodities y aliándose con el capital financiero, el segundo gobierno juega directamente en favor de Washington y se propone acotar a Venezuela.
Todo indica que el impulso antineoliberal y de izquierda que barrió la región hacia fines de los 90 y los primeros años del nuevo siglo, se está frenando y dando paso a uno de signo opuesto. Es cierto que el imperio viene moviendo sus fichas para que esto suceda, como lo avalan los diversos tratados de libre comercio que ha impulsado en la región. Pero no es menos cierto que buena parte de los gobiernos progresistas o de izquierda, como los de Lula y Tabaré Vázquez, tienen una elevada responsabilidad en las dificultades que afrontan iniciativas como la Alternativa Bolivariana para las Américas y el Gasoducto del Sur.
Los empates y los equilibrios de fuerzas duran poco tiempo. Una vez más puede estar llegando la hora de los movimientos sociales para dar un nuevo impulso a los cambios que las elites políticas no tienen el coraje de afrontar.
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