Había un pueblecito habitado por ratones que vivían buscando su comida y a ratos jugando y divirtiéndose. Eran como nosotros y hasta tenían sus gobernantes.
Cuando era día de elecciones, muy cumplidos, iban a votar y elegían a los que les parecían mejores. Pero el caso era que los gobernantes eran los gatos negros y, en realidad, los ratoncitos no estaban muy a gusto con ellos porque les hacían pasar mala vida.
Un día, cansados de los gatos negros, tuvieron una reunión y decidieron rebelarse y votar en la próxima elección por gatos blancos. Sin embargo, tampoco les fue bien, nada bien, Los gatos blancos eran igual de malos que los gatos negros.
Entonces, luego de ponerse otra vez de acuerdo, decidieron elegir a gatos negros y blancos, es decir, optaron por que los gobernara una coalición esperando que los gatos negros y los blancos no permitirían unos a otros abusar del poder. Lo cual, por supuesto, no remedió la situación de los ratones.
Ciertamente los gatos tenían muy buenas leyes, pero eran leyes para los gatos. Por ejemplo, ordenaban que los agujeros por donde entraban los ratones a sus guaridas, debían ser lo suficientemente amplios para que los gatos pudieran meter sus patas sin dificultad. Otra ley ordenaba que era deber de los ratones correr a una velocidad media para que los gatos no tuvieran mucho trabajo para conseguir el desayuno.
Los ratones estaban hartos y desesperados hasta que un ratoncillo, más listo que los demás, les hizo comprender que la única forma de poder vivir en paz y con felicidad era eligiendo para el gobierno a ratones y no a gatos.
Los gatos, al saber esto, gritaron furiosos: “¡Ese ratón es un bolchevique! ¡Hay que meterlo a la cárcel!” Y lo metieron.
Entonces, desde detrás de las rejas, dijo el ratón a los demás ratones: “Podrán meter a la cárcel a un ratón; podrán encarcelar a un hombre, pero jamás, jamás podrán encarcelar a una idea!
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