De la revista Proceso por Marta Lamas
¿Ernestina Ascencio fue violada por unos soldados? ¿Se equivocó el traductor? ¿La denuncia es una artimaña política para culpar al Ejército? ¿Se trata de otro ataque más contra una comunidad indígena? ¿Quién dice la verdad? ¿Existe una “verdad” distinta a que ser indígena, anciana y pobre es lo peor que le puede ocurrir a una persona en México?
Dada la politización del caso y ante la imposibilidad de contar con evidencias periciales obtenidas de manera profesional, me encuentro en la situación, compartida por muchos ciudadanos, de elegir a quién le creo. Según el Diccionario de la Real Academia Española creer es “tener por cierta una cosa que el entendimiento no alcanza o que no está comprobada o demostrada”. O sea, es estar persuadido de algo y dar por verosímil o probable una cosa que se piensa o se sospecha. Con el verbo creer simultáneamente se pone algo en duda y se afirma una certidumbre: cuando digo que “creo” algo, es que no estoy segura, que en alguna parte dudo, mientras que si sostengo “esto es en lo que creo”, afirmo y no dejo lugar a la duda. Por eso en el verbo creer se encuentran juntas la convicción y la vacilación.
¿Por qué creemos en lo que creemos? Un elemento que domina la lógica de la creencia es el de la pertenencia: se les cree a las personas que se ubican del mismo lado en que está una misma. La confianza regula el funcionamiento de la creencia, que se vuelve una manera de tomar partido. Se cree en quien se tiene confianza, en cierta persona, en determinada postura política o ideológica, o en una institución específica. Así, creer es dejar constancia de una convicción previa. Y también por eso la creencia funciona como un elemento de inclusión: nosotros los que creemos lo mismo frente a ellos que creen algo diferente.
En un conflicto, la falta de información fidedigna desata creencias opuestas. Esto es patente en el caso de Ernestina Ascencio. Pero el hecho de que existan declaraciones o versiones contradictorias no exime a las autoridades del deber de esclarecer el caso. Sorprende la ineptitud (¿mala voluntad?) manifiesta en la investigación. Para “dejar de creer” y empezar a saber se requiere tanto buscar elementos consistentes que desenreden esa horrenda madeja de mentiras y abusos, como exhibir abiertamente el proceso por el cual se obtuvieron. Pongo un ejemplo: se cuenta con una grabación de la declaración de la hija de Ernestina; ¿por qué no realizar una reunión pública donde varios traductores de náhuatl, unos de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, otros de la Escuela Nacional de Antropología e Historia y otros del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM (además de cualquier otra institución que cuente con especialistas en esa lengua) escuchen esa grabación y den a conocer sus interpretaciones? Conocer la versión de varios hablantes de náhuatl sobre lo que la hija de Ernestina declaró que su madre habría dicho antes de morir, y transmitir públicamente la conclusión de estas personas introduciría elementos fundamentales para una interpretación verosímil de lo que ocurrió. Y así, paso por paso, con cada una de las cuestiones en duda: el líquido seminal, los análisis forenses, etcétera. Pero las autoridades, en lugar de exhibir una pieza básica de la información para analizarla de manera abierta y rigurosa, la ocultan. Y mientras tanto, cada quién sigue creyéndole a los actores del conflicto a los que les tiene confianza.
El caso de Ernestina Ascencio pone en evidencia algo desolador: la persistencia de la indiferencia racista, sexista y clasista en nuestro país, y la impunidad de su reiteración. Esta dramática realidad es, precisamente, lo que ha concitado a numerosos ciudadanos, entre los que me encuentro, a ponerse del lado de la silenciada familia de Ernestina y de los habitantes de Zongolica. Y por esa cruel realidad muchos ciudadanos pensamos que a estas alturas del conflicto no basta con tratar de explicar la índole de los errores cometidos: es imprescindible hacer justicia. Por último no está de más subrayar que en la vida social, el hecho de creer tiene primacía en la construcción del lazo social. Las autoridades, que no han podido (¿o será que no han querido?) hacer una indagación seria y transparente sobre lo que realmente ocurrió, están despreciando, una vez más, lo que la gente cree. Olvidan que el papel de las creencias compartidas, como fuente de pertenencias e identidades colectivas, es crucial políticamente. Por eso la credibilidad es un elemento fundamental en la gobernabilidad de un país. Con ligereza ignoran la estrecha relación entre creencia, comunidad y política. No hacer caso de lo que cree la ciudadanía conduce a una progresiva disolución del lazo social, con las trágicas consecuencias que una lectura cuidadosa de la historia ofrece.
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