El juicio sobre la probable inconstitucionalidad de la ley Televisa, promovida por senadores de diversos partidos de la anterior legislatura desde el año 2006, en particular por Javier Corral (PAN) y Manuel Bartlett, ha entrado en la recta final. Hay indicios de que el debate entre los jueces podría ser transmitido por televisión. Sería lo más saludable y pedagógico. Observar las sesiones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación permitiría a la ciudadanía hacerse de un juicio sobre los jueces, sobre su calidad argumental y discursiva -aunque ciertamente no sobre el funcionamiento profundo o invisible de la Corte. En la política mexicana, la distancia entre la retórica y las prácticas, entre lo que se dice y lo que se hace, es tan abismal que podría decirse que cada una pertenece a un planeta distinto. Pero el solo hecho de poder escuchar a los jueces revelaría una buena parte de su mundo y de la actual cultura jurídica que predomina en el país. La práctica de argumentar es, finalmente, el ejercicio básico de la democracia, un ejercicio que la Corte ha tenido que aprender, como la mayor parte del país, a trompicones, un poco a ciegas. No es fácil partir de un régimen en que el arte de la imposición lo era todo a otro, nuevo, que apenas empieza a descubrir que el arte de la disuasión cuenta.
Que sean senadores de diversos partidos, enfrentados a sus propias mayorías, los que impulsaron el juicio de inconstitucionalidad, es una realidad a la que tendremos que irnos acostumbrando. Cada vez más, los partidos políticos habrán de representar combinaciones aleatorias de individuos que pueden coincidir o disentir en el seno de sus propias organizaciones sin el afán de abandonarlas. Por lo visto, está quedando atrás la época en que los coordinadores de las fracciones del Senado o de la Cámara de Diputados se desempeñaban como caciques parlamentarios. Si la Corte se decide por el dictamen de inconstitucionalidad, también habrá reconocido esta nueva práctica, que convierte a la opinión individual de un representante en un sitio de soberanía, independientemente de su militancia partidaria. Un auténtico golpe a la mentalidad corporativa de las corrientes parlamentarias, que las convertía más que en fracciones en auténticas facciones políticas. No por ello, el Congreso se convertiría en una asamblea de individuos solitarios. Pero la lealtad al partido no debe ni puede, en un ambiente auténticamente plural, implicar la renuncia a la lealtad a la conciencia propia. Que un representante pueda disentir de su partido en asuntos específicos debe ser una parte sustancial y predecible de los equilibrios parlamentarios. Sólo así sería posible pasar de la época de las clientelas a la del consenso.
Hace algunos días el ex senador Javier Corral afirmó a La Jornada que la democracia mexicana se jugaba su destino en el dictamen que aguardaba a la ley sobre medios en la Suprema Corte de Justicia. Y no es difícil coincidir con él, si se observa la función que han desempeñado los medios electrónicos en el proceso que se inició a partir del año 2000.
En rigor, lo que cuenta hoy en la esfera política, ya no es representar o expresar el sentido de la mayor parte de la opinión pública, sino dirigir a la opinión publicada, controlar el espectro de emisiones. El abismo entre lo público y lo publicado, entre el sentido común y la opinión televisada, se ha vuelto tan radical, que es posible hablar de dos países: el del espectáculo y el del anonimato, entre el país de las pantallas y el país invisible. Y lo que manda en este orden es evidentemente el espectáculo.
La ley no sólo propicia la consolidación del monopolio sobre el mundo del signo, sino que propone dejarlo estrictamente en manos de dos empresas que han ido anulando -y que seguirán anulando- cualquier versión de un régimen efectivamente plural.
Es preciso recordar que la formación de la opinión ciudadana, es decir, lo que un ciudadano opina sobre el quehacer cotidiano, pasa inevitablemente por la logística de los medios electrónicos. Y esa logística se decide hoy en los ambientes de una franja conservadora, decidida a gobernar sobre políticas de la parálisis, una franja ínfima si se le compara con el espectro de corrientes que componen la factoría de las mentalidades públicas.
Pero en la disputa por el sentido de las pantallas, el problema central radica no en las empresas televisivas sino en el núcleo duro de la actual sociedad política, cuya energía se concentra no en acabar con ese imperio sobre el mundo del signo, sino en hacerse de sus favores. Los tres partidos luchan hoy por ser los "elegidos" de las televisoras, no por terminar con su imperio.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación puede dar un giro radical a esta historia. Con tan sólo poner en duda un capítulo de la ley, el debate tendría que reabrirse en el Congreso, y con él la posibilidad de abrir las esclusas a esa sociedad invisible, atrapada hoy en la monotonía hermenéutica que aprisiona la imaginación del país en los predecibles mensajes de un subcuerpo político que, al parecer, lo único que logra producir es una homologación incesante entre el ejercicio de gobernar y el de intimidar.
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