Pedro Miguel
La noticia fue difundida, pero no mereció grandes despliegues en la prensa mundial: en Shanxi, en el norte de China, la policía rescató a unos 30 individuos que trabajaban en condiciones de esclavitud en una fábrica de ladrillos. No recibían paga alguna, eran obligados a laborar turnos de hasta 20 horas, se les alimentaba con pan y agua, carecían de condiciones mínimas de higiene y alojamiento, y eran vigilados de manera permanente por vigilantes asesinos y perros de seguridad. Uno de los guardias mató a martillazos a un trabajador que, al parecer, pretendió insubordinarse.
Cuando fueron rescatados, los infelices estaban llenos de quemaduras, moretones y deformaciones producidas por las condiciones terribles del trabajo en el horno de ladrillos, y hubo que rasparles con un cuchillo la capa de mugre que tenían adherida al cuerpo. La ladrillera era operada por Wang Binbin, hijo del secretario local del Partido Comunista Chino, y esa circunstancia impidió durante un tiempo que el abuso fuera descubierto y castigado. Los afectados, casi todos migrantes campesinos sin permiso para trabajar en las ciudades, eran reclutados con engaños en las estaciones ferroviarias. En China impera el denonimado hukou, estricto control migratorio interno por medio del cual se otorga o se niega permiso de residencia en las urbes a las personas procedentes del campo. Los migrantes que carecen de la autorización correspondiente, indocumentados en su propio país, caen tarde o temprano en las redes de explotación ilegal en las que la paga mensual promedio es de 100 dólares o menos, las jornadas exceden las ocho horas y las prestaciones laborales no existen. Es muy probable que los esclavos descubiertos a fines del mes pasado en Shanxi se encontraran en la circunstancia descrita.
En lo que va del año decenas de trabajadores han muerto en accidentes en minas del país asiático que operan en condiciones ilegales o irregulares. En términos de desamparo laboral, Pasta de Conchos, en Coahuila, no es la excepción mundial, y hasta es posible que sea expresión de la norma.
Recientemente circularon denuncias de organismos sindicales internacionales sobre las terribles condiciones de trabajo en las fábricas que producen souvenirs para las Olimpiadas que habrán de realizarse el año entrante en el país asiático: entre otras, trabajo infantil, jornadas de 12 horas o más, meses de 30 jornadas sin días de descanso y horas extra forzosas y no pagadas. Las empresas involucradas, el Comité Olímpico Internacional y las autoridades políticas de Pekín negaron las acusaciones en forma tan semejante y sincronizada que sonaron como una orquesta y fortalecieron, así, las sospechas.
Hace muchos años que uno se pregunta cómo hacen las industrias chinas para producir todo un cosmos de baratijas y no tanto a precios inverosímiles: relojes digitales a 10 centavos de dólar la unidad, pantallas de plasma con precio de mayoreo de 50 dólares, muñecos de peluche que cuestan menos que un refresco embotellado. Parte de la explicación reside, cómo no, en las economías de escala y en la innovación tecnológica. Pero circunstancias como la de la ladrillera de Shanxi encuentran su acomodo en las cadenas productivas, y es posible que algunos de los tabiques con los que están construidos los deslumbrantes edificios de la moderna Shangai, sede de las firmas exportadoras chinas más pujantes, hayan sido fabricados a precio de ganga por esclavos extenuados y lacerados. Más aun: esos ladrillos soportan algunas partes del edificio económico mundial, por el que transitan la mezclilla de Nacif, los zapatos deportivos Nike -cosidos por niños indonesios que deberían estar en la escuela y no en la fábrica-, las maquilas ensangrentadas. Nadie tiene idea en qué proporción y medida, y además es imposible sustraerse al consumo de porquerías baratas porque hace mucho tiempo que los sueldos están para llorar, así que más vale mirar hacia otro lado.
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