Editorial
A sólo unas horas del paso devastador del huracán Dean por grandes extensiones del territorio nacional empiezan a hacerse evidentes, una vez más -como ocurrió con Stan y con Wilma, como sucedió con Paulina y con Gilberto, como pasó con el terremoto de hace casi 22 años-, las inequidades estructurales, las desviaciones institucionales y la generalizada carencia de una mínima ética social.
La celeridad de las reparaciones en los destinos turísticos de Quintana Roo contrasta con la asistencia insuficiente o con la plena desatención en pequeñas localidades situadas tierra adentro en esa entidad y en el resto de la península. En Veracruz e Hidalgo, los primeros paquetes de ayuda llevan impresa la distorsión de la propaganda clientelar. Como ocurre cada año, decenas de miles de connacionales han perdido su vivienda, sus cultivos y sus pertenencias, y en este momento centenares de miles se encuentran sin agua potable, sin asistencia médica o sin medios elementales de subsistencia.
Como ocurre de manera cíclica, los gobernantes estatales y federales acuden a las áreas siniestradas para hacerse visibles ante los medios y asegurar que los mecanismos de emergencia marchan bien, por más que la realidad ponga de manifiesto la descoordinación, la corrupción y la ineficacia de las instituciones públicas para atender a la mayor parte de los afectados por el meteoro.
No es casual que ante las declaraciones oficiales previas a un ciclón o una tormenta -"estamos preparados para atender la contingencia"- aflore el escepticismo; es inevitable que, una vez pasado el meteoro y evidenciada la mentira, surja la exasperación social, como esa que atestiguó ayer Felipe Calderón en Tulancingo.
Ahora falta lo peor: una vez transcurridos los dos o tres días de fama mediática de los afectados -telón de fondo para las giras oficiales y las fotos que exaltan el espíritu de entrega y la sensibilidad humana de los funcionarios-, la reparación de las viviendas, la recuperación de las plazas de trabajo, la reconstrucción de la infraestructura y la reposición de las pérdidas suelen tomar muchos meses, años o décadas, sin ninguna certeza de que las instituciones públicas mantendrán la ayuda material y financiera. Pasados los momentos iniciales del desastre y la ventana publicitaria, los afectados vuelven a la invisibilidad y a la miseria incrementada por la destrucción.
Como el país lo sabe desde hace muchos años, la pobreza y la marginación tienen un efecto multiplicador de la destrucción causada por los desastres naturales. No es casual que fenómenos atmosféricos y terremotos golpeen con más fuerza en las zonas pobres; ocurre, simplemente, que esas zonas son las más vulnerables a las fuerzas de la naturaleza. Los damnificados de mucho antes por las catástrofes artificiales de la política económica, la corrupción endémica y los cacicazgos integran, por norma, la gran mayoría de los damnificados por las lluvias, las marejadas y los movimientos de tierra.
La mejor medida preventiva ante esta clase de catástrofes está a la vista: cambiar el rumbo del modelo económico y aceptar, de una vez por todas, la necesidad de un país incluyente que empiece no a aliviar, sino a erradicar las situaciones de pobreza extrema y las abismales desigualdades sociales que lo caracterizan.
Esto, ni en sueños los puede hacer el pelele usurpador.
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