Luis Linares Zapata
PAN y PRI ataron sus intereses desde que el incoloro sexenio de Miguel de la Madrid decidió abrir, indiscriminada y violentamente, la economía del país para adoptar, con un corazón todavía timorato, las consejas del acuerdo de Washington. Así, y con la fábrica nacional abandonada a la suerte de sus rivales, empezó la era del neoliberalismo globalizador. De ahí para adelante la cupular unión del dúo partidario ha sido indisoluble, a pesar de sobresaltos tan circunstanciales como engañosos.
El conservadurismo más ramplón de los panistas se adhirió al pragmatismo, ya sin conceptos rectores, del priísmo decadente. Aunque el nacionalismo revolucionario sobrevivió unos cuantos años, finalmente fue dado de baja durante el salinato para mostrar a la nación, ya sin tapujos, las que se llamarían concertacesiones. El priísmo de elite se plegó al impúdico arreglo con la esperanza de prolongar su hegemonía otros 25 años en la presidencia de un México desorientado. Sólo alcanzó seis más, pero la mezcolanza era ya notoria entre los dirigentes de esos partidos.
La derecha, al menos esa versión nacional de una postura político-social que en otras naciones ha ganado cierto prestigio, llega a su momento de mayor pobreza (ideológica y programática) con un Calderón atado de pies y manos por sus patrocinadores. Durante todos estos años de maridaje por conveniencia, el cínico rejuego en la cúspide no ha cesado y los paganos ha sido el pueblo en su bienestar y el desarrollo económico del país. La sociedad aparece entonces como un testigo que ve cómo se achican sus oportunidades, crece la marginación en su mismo seno, se engrosan las filas del exilio e incrementa, hasta grados obscenos, la disparidad en el ingreso personal y familiar entre sus distintas clases.
Mientras eso sucede, PAN y PRI intercambian fintas, se retan, hasta se llegan a denostar de mutuo acuerdo para después arribar a puerto seguro: ese cómodo lugar donde los masivos intereses de sus mandantes salen ilesos, respetados y hasta sobradamente copeteados. Por estos días de reformas inconclusas y mediatizadas, PAN y PRI han empalmado sus agendas. Las órdenes del FMI o el Banco Mundial, los que a estos organismos controlan, junto a sus émulos locales revestidos como sendos grupos de presión, les envían, de manera por demás abierta, sus veredictos inapelables. Una vez arregladas las pensiones, lo fiscal va por delante para cerrar con la ambicionada industria energética. Pueden seguir las leyes laborales, de salud y demás adecuaciones al oxidado aparato de justicia. No sin un dejo de pudor operativo, los operadores partidarios así concertados no dejan de sentir un frío vahído de ineficiencia colectiva. Saben que sería demasiado pedir a un aparato legislativo atascado y a un ejecutivo sin tamaños, ayuno de experiencia y seco de imaginación, que cumpla con lo exigido por los ganadores de siempre.
En medio de las trifulcas y el griterío por el moribundo informe de septiembre ha quedado a la deriva la compleja reforma del Estado. El conservadurismo derechoso aún no cierra bien sus filas en el interior. Persisten los tironeos, incapacidades e incomprensiones para emprender un proceso tan ambicioso. El señuelo para atraer a la izquierda se ondeó con pretendidas modificaciones electorales que no podrán, o no querrán, concretarse.
El núcleo de la propaganda y el acceso y gasto en medios forma un nudo difícil o imposible de manejar desde lo alto del poder. Los intereses de las televisoras y cadenas de radio quedan como territorio intocable para aquellos que dependen, en sus opciones futuras, de su benevolente atención. Ninguna candidatura de la derecha podrá ser edificada sin el concurso de tales medios. Sus posibilidades quedarían truncadas sin el maquillaje requerido para ser atractivas, para incitar al voto ciudadano. Por otro lado, el sustantivo, las finanzas de los medios electrónicos, padecerían sin la inversión publicitaria de aspirantes, de candidatos formales, de partidos desvinculados con la masa electoral. Es por eso, también, que la ley Televisa, tal como salió de su paso por la Suprema Corte de Justicia, no tiene futuro o quedará enredada en las negociaciones con el atolondrado ocupante de Los Pinos. Es por eso que la izquierda no ha tenido, ni tendrá, lugar en los arreglos del conservadurismo del prianista. Son y serán, mientras signifiquen un peligro para sus ambiciones sin límite, un compañero indeseable y respondón.
La enorme embestida de los medios en contra de Andrés Manuel y la tajante negativa de éste a negociar con Calderón tiene como objetivo amacizar, a como dé lugar, la rota legitimidad del régimen actual, ciertamente espurio. Los intelectuales de la derecha, numerosos, repetitivos, insidiosos, han cargado sus ánimos para alentar la ruptura interna del Frente Amplio Democrático y sembrar desconcierto en los partidos que lo integran. Han puesto a la izquierda en la picota. Articulistas saturados de coraje, rabiosos conductores radiofónicos y académicos orgánicos recomiendan, apremian y hasta denuestan a los que no negocian para que recapaciten y vuelvan al redil. Sostienen con variados argumentos la que catalogan insana locura de la oposición terminal de AMLO. Voltear la hoja de las afrentas, de las trampas, de los robos de votos, del envilecimiento institucional o la alteración impune de las actas se presenta como imperativo. Le aconsejan, hasta imploran a la izquierda para que no tire por la borda su basamento popular, que no malgaste su capacidad política adquirida en las urnas. Pero todo eso se desmorona frente a los resultados que el amasiato conservador de panistas y priístas encumbrados produce entre la población, en su economía, en su convivencia, en el achique de su horizonte de oportunidades ya de por sí tan cuarteado. Mientras, allá afuera, una república exhausta, empobrecida, depredada hasta los huesos, aguarda a los que la enajenan y a los que se sitúan al lado de ella. Ya se verá quiénes son unos y otros.
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