sábado, septiembre 08, 2007

Baudrillard y lo político

Ilán Semo

“En todas partes –escribe Jean Baudrillard en La seducción, o los abismos superficiales– se intenta producir sentido, hacer significar el mundo, hacerlo visible. Sin embargo, el peligro que corremos no es su carencia: al contrario, el sentido nos desborda y perecemos en él. Cada vez caen más cosas al abismo del sentido, y cada vez hay menos que mantengan el encanto de la apariencia.” ¿No es acaso paradójico que Baudrillard haya terminado sus días con una visión casi opuesta a la que en los años 60 lo alentó a emprender una crítica a la sociedad de consumo como un “espectáculo interminable de las apariencias”? ¿No era la crítica a la sociedad moderna como un “fatigoso intercambio de apariencias” lo que derrotaba cualquier intento de producir sentido?

Tal vez no. Tal vez Baudrillard, ese fenomenal taxonomista de los signos y los símbolos a través de los que el ser humano deviene un objeto que se aleja de sí mismo, que se desconoce a sí mismo, que enmudece frente a su pasado, llegó a la convicción de que ninguna búsqueda de sentido tiene sentido si no es aquella en la que nos rencontramos, así sea imaginariamente, con el otro, por una sencilla y fatal razón: el sistema de los objetos que nos significan tiende a alinearnos como seres llevados de la mano a la insignificación.

Hacia el final de sus días, Baudrillard mereció el injusto epíteto de “nihilista” por ese inocente gesto que lleva a las buenas conciencias a condenar toda filosofía que convierte a la búsqueda del límite en la única empresa honesta del pensamiento moderno. Y es esta empresa la que hizo de su obra tardía un testimonio y un patrimonio conmovedoramente dramático de la condición del individuo en las postrimerías del siglo XX.

Sus trabajos iniciales datan el intento de expandir el análisis del capitalismo de Marx a la comprensión del intercambio de los signos como la esfera esencial donde el mercado inhibe la posibilidad de pensar fuera de sus retículas. En los años 70 y 80, se esfuerza en descifrar algo que se podría llamar una de las ecuaciones básicas de la modernidad: la inconexión permanente entre la oferta de placer (la “estética de la mercancía”) y la voz sepulta de la voz del deseo (que en su versión extrema Baudrillard volvió a llamar “necesidad”).

No parece haber rincón de la vida que escape a esta desconexión. Aquí retoma calladamente una antigua tesis de Lacan: el ser humano es, en efecto, deseo, pero deseo permanentemente insatisfecho. Todo lo que nos significa está aparentemente precedido por la construcción de sentido: deseamos algo, lo que equivale a direccionar, a postular un rumbo. Pero una vez que ese deseo ha sido satisfecho (o simplemente suprimido), volvemos a desear algo nuevo. De ahí el estado permanente de insatisfacción. Una de las mayores contribuciones de Baudrillard fue insertar la exploración del análisis social y político en este abismo que se abre cotidianamente desde el lado más oscuro de la modernidad. La ilusión del fin, o la huelga de los acontecimientos, la obra que le ganó una vez más la fama de un honesto provocador, consagra esta intuición, que ha devenido acaso en un “método”.

La tesis es sencilla y explosiva: la política no es más que una deliberada supresión del deseo, el problema consiste en cómo subvertirla. Toda política sistémica lleva una “huelga de los acontecimientos”, porque derrumba el afán de insertarlos en un relato que desborda al sistema mismo. Los hechos no son como los vivimos, sino como los convivimos y, sobre todo, como los relatamos y los imaginamos. De ahí su insistente crítica al sistema actual de las imágenes televisivas, que secuestran en el orden del caos aquello que se desplaza hacia la inversión de los signos.

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