Editorial
Ayer, representantes de la Cámara de la Industria de la Radio y la Televisión (CIRT), encabezados por las dos principales empresas televisivas del país, comparecieron ante las comisiones dictaminadoras del Senado que discuten la aprobación de la llamada reforma electoral. El encuentro, una culminación de la campaña de presiones, chantajes y mentiras emprendida por las propias televisoras para impedir que el Congreso apruebe la supresión de la libre contratación de publicidad electoral en los medios electrónicos, derivó en una manifestación inequívoca de insolencia, característica de los dueños del dinero y de sus empleados, en la que se denostó al Poder Legislativo y a sus integrantes, se impugnó la Constitución y se distorsionó la verdad en cadena nacional.
Con la insolencia característica de los dueños del dinero, los concesionarios, sus ejecutivos y hasta sus estrellas del espectáculo y la farándula hicieron uso y abuso de las radiofrecuencias –que son una extensión del territorio nacional y, por tanto, un bien público– para efectuar una defensa multitudinaria, y en ocasiones vitriólica, de sus intereses económicos privados, y para denostar el proyecto legal que propone eliminar los gastos publicitarios discrecionales en las elecciones y canalizar la propaganda partidaria a los tiempos oficiales del Estado. Se ampararon en la pretendida defensa de la libertad de expresión, el derecho a la información y la democracia política, para abogar por lo contrario: el mantenimiento de un orden mediático que excluye a la enorme mayoría de la población, que desinforma a conciencia y que ha dado surgimiento a fortunas económicas e influencias políticas incompatibles con la democracia y la transparencia.
Tales discursos exhibieron su falsedad minutos después de pronunciados, cuando el duopolio televisivo censuró sin ningún pudor la intervención del senador panista Ricardo García Cervantes, contraria a sus intereses. La misma actitud censora se impuso el 1º de septiembre para sacar del aire la intervención de la diputada Ruth Zavaleta, presidenta de la mesa directiva de la Cámara de Diputados, arguyendo que no se les había ordenado cadena nacional, y en cambio ayer la hicieron motu proprio.
Los propietarios de medios electrónicos y sus ayudantes hablaron en nombre de una ciudadanía que ha sido por décadas desinformada, engañada e intoxicada por los contenidos transmitidos a través de los canales del duopolio televisivo y parte importante de los concesionarios radiales. Como si no hubiesen sido los mismos consorcios los que han restringido o suprimido la libertad de expresión de los comunicadores y cancelado el derecho ciudadano a la información. Como si la televisión privada y parte de la radio comercial, que hoy se benefician con la libertad de expresión arduamente conquistada por generaciones de mexicanos a un costo humano enorme –incluida la pérdida de muchas vidas– no fueran un lastre histórico para el desarrollo de la democracia en el país, un obstáculo a veces insalvable para que los ciudadanos ejerzan su derecho a la información y un factor de palmaria inequidad pues, en la lógica mediática actual, los dueños de medios gozan de una libertad de expresión inimaginable para el resto de los ciudadanos.
En esa historia vergonzosa y exasperante destacan episodios como el autismo cómplice de la televisión ante la represión del movimiento estudiantil de 1968 y ante la guerra sucia que siguió en los sexenios siguientes; la convalidación de Televisa al fraude electoral de 1988; las distorsiones de Tv Azteca con motivo del asesinato de Francisco Stanley, y el vergonzoso linchamiento mediático de Andrés Manuel López Obrador durante la campaña presidencial del año pasado. A este respecto, en el proceso electoral de 2006 se puso de manifiesto un fenómeno alarmante e inaceptable: como lo admitió un legislador panista, uno de los componentes fundamentales del triunfo oficial de Felipe Calderón fue el poder del dinero, dinero que se empleó en la compra masiva de mensajes publicitarios que denigraban la imagen de su principal oponente. Se violentó, de esa manera, el principio básico de que la soberanía emana del pueblo en su conjunto, no de los potentados, y que los procesos electorales sirven para poner de manifiesto la voluntad ciudadana, no la de los grandes capitales.
En abril de 2006 los empresarios televisivos emplearon su colosal e ilegítimo poder fáctico para someter al Senado, el cual aprobó un engendro popularmente llamado ley Televisa, por medio del cual se regalaba a los grandes concesionarios una enorme tajada de frecuencias que son de propiedad pública. La legislación era tan impresentable que fue devuelta al Legislativo por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ayer, los intereses mencionados pretendieron, una vez más, intimidar y chantajear a los senadores. Lograron, en cambio, poner en evidencia ante la opinión pública que tras sus alegatos no hay más que descarnados intereses comerciales, monetarios y de poder. Es posible que su arrogancia haya logrado otro efecto indeseado: el de fortalecer el acuerdo entre las bancadas legislativas para acabar con el injustificable gasto publicitario pagado por los contribuyentes y capitalizado por los accionistas de las grandes cadenas televisivas y radiales.
La estructura de la propiedad de los medios electrónicos –especialmente los televisivos– y las formas de concesión del espacio radioeléctrico en el país deben ser modificadas a fondo para suprimir el poder fáctico que ejercen los propietarios de las empresas mediáticas, ensanchar la libertad de expresión, el derecho a la información y el pluralismo, y para hacer posible la democratización efectiva del país. En lo inmediato, los senadores tienen ante sí la obligación moral y política de preservar la soberanía popular que representan de los embates de corporaciones insaciables, y de defender su propio trabajo de concertación legislativa que, en esta ocasión, es digno de reconocimiento.
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