Luis Linares Zapata
Los medios electrónicos emprendieron una embestida contra el Congreso por demás torpe, aun si, a esta acción, se le enfoca desde el punto de vista de sus masivos intereses. Deseaban, y claro está, aún pretenden, conservar tanto los instrumentos para sus múltiples negociaciones políticas como el enorme caudal de recursos que llega a sus arcas.
La experiencia obliga a suponer que tales recursos los reciben por varios canales, documentados unos, semiocultos e indirectos otros. La contratación facturada de tiempos que hacen los partidos y sus candidatos, solapados o formales, que aspiran a conquistar puestos de elección, es la común y cuantiosa. Pero, otros adicionales, arriban como denso río informal que, sin embargo, aporta miles de millones de pesos anualmente. Dineros que algunos medios reciben a tras mano de empresas paralelas de “mercadología política”
Pero los medios no fueron solos en la campaña emprendida en defensa de sus intereses, súbitamente colocados ante la posibilidad de ser afectados en los trabajos legislativos. Coordinaron su estrategia con un amplio grupo de críticos, articulistas, académicos e intelectuales de amplio conocimiento público. Como en toda aventura de este calado, hubo también uno que otro compañero de viaje que lo hizo motu proprio, por individuales creencias, pero que, al final, sirvieron a los mismos propósitos de los medios: mantener y acrecentar sus privilegios.
Durante la batalla mediática han salido a relucir cruciales conceptos y fenómenos de la vida colectiva de la nación: la democracia, la independencia del IFE, el papel de pulcros árbitros desempeñado por los consejeros durante la pasada campaña, el fraude de 2006, que, se afirmó con voz en cuello, nadie ha probado. Se blandieron además temas como las afectaciones al cuerpo social o a la ciudadanía por las vengativas remociones planeadas. Pero esto fue secundario, lo imperioso para los medios fue su propia conservación como actuante y efectivo poder fáctico.
La capacidad de los medios para modelar la conducta de las masas quedó situada en el centro, en el meollo de la puja. La partidocracia de un lado y, en el otro, la altanera mediocracia. El Congreso quedó a la mitad del territorio en disputa.
Pero esta vez les falló el cálculo, les salió contraproducente su embestida. Provocaron dos fenómenos simultáneos. Uno fue crucial, pues obligaron a los legisladores a cerrar filas, a defender lo poco que aún queda de soberanía popular, sustento legítimo del Congreso. Los coordinadores de las principales facciones tuvieron que empujar la pensada transformación electoral, a pesar de las enormes presiones y las debilidades partidarias, ambas situaciones bien conocidas por el grueso de la ciudadanía. El otro, que no secundario, porque enajenaron a una parte sustantiva de las muchas audiencias que componen el espectro de la opinión pública, quizá a la más consciente e informada de ellas. Tanto los directivos de los medios involucrados en este pleito, como sus incondicionales defensores, rebasaron, una vez más y con grados inadmisibles de soberbia, la línea de tolerancia de amplios sectores de la población.
Los ataques, aun los revestidos de defensas impersonales, institucionales, apegados a la libertad de expresión y otras linduras (siempre sacadas a relucir en ocasiones propicias) les han golpeado en las narices. Tendrán que recular. Por todos los rincones de México han brincado los reclamos y los deseos de ir hasta el final, de completar, de una buena vez, lo que se viene solicitando desde hace muchos años. De reparar el tejido de la relación entre pueblo y medios, entre derechos conculcados y el accionar político respetable que se busca.
La embestida pretendía también involucrar a la figura de Andrés Manuel López Obrador. Hacerlo, una vez más, responsable de eso que se considera una venganza contra los consejeros. Querían motivar (con sus maniobras desde las pantallas y los micrófonos) al gran público cautivo para que repudiara el flagrante atropello contra la libertad de información fraguado por el que fue contendiente a la Presidencia y que, para muchos, millones, es el real triunfador de la contienda pasada. Se unieron para evitar que saliera como un vengador efectivo, para exhibir las mentiras de agravios inexistentes que propala por todos los confines de la patria. Lo que han logrado con la embestida de marras es un repudio a sus maniobras, a las patrañas que han esgrimido en la defensa a ultranza de sus enormes apañes y abusos. Las consignas que lanzan como tapaderas de sus pretensiones indebidas, guardadas con fingidos argumentos legalistas de apego a la democracia, han quedado al descubierto.
La ley Televisa aguarda a sólo un paso de ser retocada por el Congreso y afectar, ahora de manera un tanto más radical, sus intereses o, mejor dicho, la parte indebida de ellos. Lo saben ya y se aprestan a desactivar la furia acumulada por senadores, diputados, partidos completos, opositores intransigentes, audiencias encorajinadas por sus desplantes sin razón.
La interrelación comercial, de promoción individual, oportunidades de lucimiento, dependencia económica que los aguerridos defensores tienen con los dueños y estrategas de los medios es evidente, profunda, totalizadora en varios de los casos notorios. No se tuvo el menor prurito para lanzarse al ruedo de los desplegados, las descalificaciones y las argumentaciones retorcidas.
Esta semana quedará escrita parte de una historia que puede ser trascendente para la vida organizada del país, para la sanidad de la política, para las imágenes personales de ciertos legisladores que han aguantado las andanadas y hasta tienen arrestos para responder a los retos que les arriman sus críticos interesados.
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