Hermann Bellinghausen
Puertas cerradas al campo
El decreto implícito de los poderes dominantes no podía ser más aberrante: deben abandonar el campo las personas que lo habitan y dar paso a la industria agropecuaria, las hidroeléctricas y las minas; “debe” ser “productivo”, “competitivo”, “rentable”. Los capitalistas convierten al campo en una fábrica, con patrones invisibles, capataces de cuello blanco y obreros sin derechos laborales. Han convencido a la opinión pública y a los mercados (esos representantes de La Humanidad) de que no queda de otra. En Europa occidental ya casi lo lograron, “y miren qué bien están” nos argumentan. Otros subcontinentes avanzan en la misma dirección: China, India, Mesoamérica, Brasil, Europa oriental.
Los amos han decidido que todo el mundo es una isla, igualito que Japón. Que no hay para dónde; por eso al campo ya no lo aguantan más. Tan latosos los subsidios que no “rinden” en la balanza comercial (esa abstracción para los financieros que no reservan el menor espacio para los campesinos en sus previsiones; pues prevén, como los profetas). La presunta “resistencia al cambio” que se atribuye a la población rural, particularmente la indígena, guarda la simiente del más plausible proyecto de futuro con que la humanidad cuenta. Pero los amos tienen otros planes.
¿Qué “cambio” les ofrecen? ¿Mudarse a las ciudades (bueno, a sus bolsas de basura), emplearse en el crimen, darse a la drogadicción y la violencia, consumir? Volverse modernos, en suma. Tras la falsedad de que la bonanza urbana es accesible, la igualdad de oportunidades nunca fue más desigual como bajo los neoliberales, quienes se escudan en lo que llaman “democracia”, cuyo ejemplo más extremo y futurista fueron las “elecciones” blindadas del Irak liberado de sí mismo por Estados Unidos.
Los ríos serán hidroeléctricas, inundando miles de comunidades ancestrales, millones de hectáreas cultivadas con las manos, bosques, selvas, tesoros arqueológicos y hasta tierras previamente saqueadas y erosionadas por el progreso anterior. Las costas y manglares serán puertos de carga y descarga, no quedará playa sin hoteles y bulevar. Digamos que en cuanto terminen los albañiles indios en Cancún y Playa del Carmen, serán desechados.
Todo, para beneficio de los dueños de la mercancía y el dinero con que se paga el turismo. La “humanidad” que no migre a cinturones urbanos tiene la opción de regresar a la servidumbre porfiriana, y si corre con suerte, aprender inglés y recibir propinas.
El poder político y económico, representado en México por el calderonismo, los patrones globales y sus cómplices intelectuales (los tontos útiles que nunca faltan) ahondan el proyecto de convertir al pueblo mexicano en un conglomerado con “capacidades diferentes” (piadoso eufemismo que declaman en sus incursiones filantrópicas por el mundo Teletón).
Convertir en minusválidos a los campesinos, siendo ellos los seres humanos más autosuficientes que existen. Los que mejor saben sobrevivir huracanes, inundaciones, represiones genocidas, hambre y frío, firmemente unidos a la felicidad de la tierra. Hoy se les obliga a “reducirse”. Oliveros de Palestina, milperos de México, arroceros de Tailandia: su destino son los guetos y suburbios, o pegar la cara contra el cristal opaco de las fronteras.
Las sospechosas inundaciones por el tapón del río Grijalva sirven de ejemplo de cómo el capitalismo aprende las brutales lecciones de China al desplazar millones de campesinos y dar paso a la monstruosa represa de las Tres Gargantas del Yangtsé. Hoy en Chiapas, a decenas de comunidades rurales les dicen: “sabes qué, resulta que tu pueblo quedó, o quedará, bajo el agua, chin, así salió el destapón del río, sorry. Pero no te preocupes, te voy a poner unas bonitas ‘ciudades rurales’, con servicios y calles. Hasta vas a dar las gracias” (¿Sigue el río Usumacinta?).
Construídas donde a los gobernantes les da la gana y a los inversionistas les viene bien, las ciudades rurales que proliferan en el país son o serán ratoneras, con casas diminutas, una pegada a la otra, cuartos de tres por tres metros, sin patio ni más tierra que la de los zapatos, lejos de los árboles. Ni campos ni montañas, sólo plazoletas de cemento donde pronto los ex campesinos venderán garnachas, piratería o cocaína, y así ingresarán a la competividad global.
Como dijera la insigne Britney Spears, “Oops, I did it again!”: el neoliberalismo repite sus recetas de explotación-destrucción. África subsahariana es la prueba más redonda. Allí es inmenso el “planeta de ciudades perdidas (slums)” que documentara Mike Davis. Buena parte de la humanidad resulta hacinable y sacrificable.
Las eficientes cámaras de gas nazis fueron un poco demasiado. Y no a todos se les puede bombardear. Por eso, que los campesinos devengan minusválidos, y las monsantos podrán reinar.
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