Editorial
A más de dos meses de haberse detonado la llamada crisis andina, originada por el ataque del ejército colombiano a un campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en territorio ecuatoriano, no parece haber expectativas de solución para el conflicto que actualmente enfrenta a los gobiernos de Bogotá, Quito y Caracas y, por el contrario, todo parece indicar que la situación se acerca a un periodo de recrudecimiento. Ayer, el gobierno que encabeza Hugo Chávez denunció, vía un comunicado de su Ministerio de Relaciones Exteriores, una incursión ilegal de las milicias colombianas, ocurrida el pasado viernes en territorio venezolano. En el documento se califica el hecho como “un acto de provocación” y se demanda “el cese inmediato de estas violaciones del derecho internacional, de la soberanía y de la integridad territorial de Venezuela”. En respuesta, el presidente colombiano, Álvaro Uribe, expresó su disposición a investigar los hechos y a “ofrecer excusas” en caso de que sus indagaciones arrojen que en efecto sus soldados violaron los límites con la nación vecina. Al mismo tiempo, el mandatario afirmó que Colombia no ha sido ni será nunca un “país belicista”, pero que, en la circunstancia actual y dado el conflicto interno que ahí se vive desde hace más de cuatro décadas, “nos rebelamos contra el terrorismo y vamos a derrotar el terrorismo que tanto nos ha hecho sufrir”.
El solo antecedente del ataque del ejército de Colombia en territorio de Ecuador, violación flagrante a la soberanía de este último país y a las consideraciones humanitarias más elementales, dada la forma en que las víctimas fueron ultimadas, dota de verosimilitud las acusaciones del gobierno venezolano y demanda un pronto esclarecimiento de los hechos. De confirmarse los señalamientos de Caracas, el gobierno uribista quedaría a ojos de la opinión pública internacional como un transgresor sistemático de la legalidad internacional y de la integridad territorial de otras naciones.
Ante tal panorama, las eventuales excusas ofrecidas por la Casa de Nariño serían, por decir lo menos, una respuesta insatisfactoria, que no garantizarían en forma alguna que no se repitiera el hecho, y que antes bien pudieran constituir una fachada del gobierno colombiano para encubrir nuevas agresiones en contra del venezolano: debe recordarse que, como lo ha señalado el presidente Correa, al mismo tiempo que el propio Uribe ofrecía disculpas a Ecuador por el bombardeo lanzado sobre su territorio, emprendía una ofensiva mediática orientada a vincular políticamente, y con base en información por demás cuestionable y en acusaciones inconsistentes, a las FARC con los gobiernos de Quito y Caracas. Por tanto, la confirmación de estos hechos tendría que ir acompañada de una condena ejemplar de la comunidad internacional, una sanción ejemplar para los responsables de la transgresión y una demanda enérgica de que Bogotá se desista de llevar a cabo este tipo de acciones en lo sucesivo.
Por lo demás, acaso lo más preocupante del discurso uribista es que, al afirmar que las acciones de su gobierno obedecen a sus afanes por “derrotar el terrorismo que tanto nos ha hecho sufrir”, el gobernante parece asegurar que es válido que la ilegalidad sea combatida con más ilegalidad, y que en el contexto de ese combate no importan los atropellos cometidos por su gobierno dentro y fuera de Colombia.
El estado actual del conflicto andino requiere por parte del gobierno colombiano algo más que las “excusas” prometidas por su titular: exige una disposición real para esclarecer cabal y satisfactoriamente los sucesos del pasado primero de marzo y para dialogar, en lugar de atacar, a los gobiernos de las naciones vecinas. Por su parte, sería pertinente que la sociedad colombiana reconociera que la política militarista seguida por su gobierno ha arrojado más daño que expectativas reales de solución al añejo conflicto que esa nación enfrenta, comprender que además constituye un factor de riesgo para la estabilidad regional, y demandar, en consecuencia, un viraje en los términos en que se desenvuelven sus autoridades.
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