Rafael Bautista S.
Si toda la discusión sobre el referéndum se reduce a si es legal o no, si soluciona la crisis o no, lo reducido es, en última instancia, el referéndum mismo. Si la derecha imprime su sesgo a la agenda de la discusión intelectual, entonces la izquierda sólo puede responder de modo defensivo, entonces acontece la superficialidad del asunto: yo soy más democrático y tú no, tú eres más autoritario y yo no. Como sea, el yo es aquel que siempre tiene la razón: la verdad se vuelve propiedad de alguien. Y este sinsentido lo promueve precisamente aquel que no sólo promueve la anarquía institucional sino propicia, también, el desconcierto intelectual. En esa trampa se mete la izquierda cuando sigue el guión que establece la derecha.
Es evidente la negación de la derecha a medir su legitimidad de modo real; no sólo porque está acostumbrada a inventarla sino porque eso significaría reconocer la soberanía real que posee el pueblo, que es, en última instancia, el lugar donde radica la legitimidad, el poder y la soberanía. La derecha acostumbra a expropiar la delegación política que recibe del pueblo, por eso nunca rinde cuentas y se ríe de cambiar aquello; cree que la legitimidad la da la usurpación del poder que practica. Por eso su negación es coherente con aquella expropiación sistemática que practica. Pero cuando la izquierda ingresa a la discusión desde las premisas que la derecha impone, entonces ya no se ve esto y todo empieza a diluirse en superficialidades que nunca (y esta es la intención última) muestran la gravedad del asunto.
Un referéndum era bueno si confirmaba una expropiación de la decisión; pues la pregunta que se imponía sobre los estatutos, en realidad, era ésta: ¿nos da usted carta blanca para decidir por usted? No importaba la respuesta, porque era una pregunta que se respondía a sí misma; y esta traducía la concepción que la política moderna tiene sobre el poder: “una dominación legítima sobre obedientes” (Weber dixit). El obediente sólo sabe decir sí a la dominación que se le ejerce, por eso cuando dice sí a la dominación entonces todo está bien. Pero si el referéndum es real y deposita en la gente la resolución política del conflicto, entonces todo está mal. El cuco de todo esto está en admitir que la última sede del poder radica soberanamente en el pueblo. Frente a esto la derecha reacciona y trata de imponer –vía Unitel (la mafia continúa) y sus gemelos, o Fides y Panamericana– lo que su conciencia colonial le imprime como impronta de vida: la confrontación.
La derecha no puede democratizar la sociedad que dice representar porque eso supondría la inclusión real de las grandes mayorías populares e indígenas; pero sus prejuicios coloniales le impiden eso, pues es precisamente la exclusión, discriminación, explotación, negación de aquellas el fundamento de sus privilegios. Por eso sus intereses jamás han coincidido con el interés nacional, pero sí con el interés ajeno. La oligarquía boliviana se hizo a sí misma dependiente desde el mismo momento en que opta por ser intermediaria de los intereses imperiales del capital mundial. Eso produjo su dependencia pordiosera, fruto de su desidia colonial, incapaz de producir ella misma los antojos de sus deseos provincianos, viviendo siempre a costa de aquellos que financiaron con sus vidas sus costosos apetitos y, por los cuales, siempre estuvo dispuesta a rifar a su propio país.
Por eso no puede concebir que se le devuelva la soberanía política a aquel que la oligarquía siempre miró por encima de su hombro. Su negativa expresa esta su condición colonial, cuya legitimidad radica más en la injerencia externa que en la soberanía interna, por eso se postra ante Goldberg o defiende a Alan García (si se trata de un asunto bilateral, no duda en ofender al propio para defender al ajeno). Por eso acude a la chicana leguleya para borrar con la calumnia lo que firmó con sus errores. No hay disposición alguna que pueda resolver un conflicto y, un conflicto, como el boliviano, debe resolverse políticamente, lo cual se empieza devolviendo la soberanía a quien le corresponde. Lo otro es el enfrentamiento y esto es lo que significa el no al referéndum. No se trata, en última instancia, quién gana o quién pierde (esto es el nivel estratégico), sino de reconstituir la política sobre bases firmes y duradera y esto empieza por acabar con la expropiación de la decisión. No pueden unos cuantos decidir por el resto y menos cuando estos se arrogan competencias que nadie les otorgó, como las famosas juntas autonómicas. Tampoco un departamento podía decidir algo que afecte al resto. Desde George Jackson esto se conoce como un atentado: una asamblea en el extremo, que apenas representa una parte de la nación, no puede tomar una decisión que afecta al todo de la nación. La puesta en práctica de un mecanismo semejante constituye un delito. Pero el delito mayor es negarle al pueblo su soberanía y arrinconarlo al enfrentamiento. Que un presidente sacrifique su mandato democrático, en aras de evitar el enfrentamiento y proponer una solución política al conflicto es algo que debería reconocerse y es, precisamente, ese algo, lo que no está en la agenda de discusión. Porque esto significa descubrir la naturaleza política de la derecha de nuestro país.
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