Miguel Concha
A partir de la estabilidad de los metales en el mercado internacional, la industria minera en México se ha venido expandiendo, y actualmente grandes extensiones del subsuelo se encuentran concesionadas a ese tipo de empresas.
Según fuentes oficiales, hoy radican en el país más de 200 compañías mineras, en su mayoría trasnacionales y de capital canadiense. Sin embargo, junto con la expansión de la minería, se ha gestado en México un proceso de flexibilización normativa, que paulatinamente ha dejado en el desamparo a las comunidades y territorios indígenas y campesinos. Ello se debe a que, con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, se dio la reforma al artículo 27 de la Constitución, que establecía como inembargables e inalienables las tierras campesinas e indígenas, y se permitió su venta y arrendamiento a terceros, como son las empresas mineras.
Con esta reforma se reafirmó también que el subsuelo es propiedad de la nación, y el Ejecutivo federal se adjudicó en exclusiva la facultad de otorgar concesiones a particulares, sean nacionales o no, para explotar minerales. Como resultado, la Ley Minera, que no establece mecanismos de consulta, se ha vuelto desventajosa para los indígenas, y los coloca en una situación de vulnerabilidad. Esta desprotección jurídica ha significado en cambio una oportunidad provechosa para las empresas, pues se presentan a las comunidades y pueblos con derechos ya adquiridos, lo que literalmente provoca el despojo de sus tierras, situación ésta que violenta tratados internacionales, que en materia de derechos colectivos de los pueblos indígenas México ha firmado, como es el caso del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que consagra los derechos a la consulta y a la preservación de los territorios y recursos naturales de los pueblos indígenas, que hasta el momento han quedado en letra muerta.
En este contexto se han empezado a gestar movimientos indígenas y campesinos que reivindican su territorio frente a empresas mineras. Algunas comunidades campesinas, en entidades como Guerrero, Oaxaca, Durango, Chiapas y San Luis Potosí, ya se han organizado para que sus territorios no sean ocupados por las mineras o, en su defecto, para generar relaciones más justas y equitativas con las empresas.
Uno de los movimientos representativos de resistencia contra las mineras es el del ejido Huizopa, que es una comunidad descendiente del pueblo indígena pima, ubicada en el municipio de Ciudad Madera, Chihuahua. Se trata de un núcleo agrario ejidal compuesto por 86 mil hectáreas de tierra que, como consecuencia del movimiento armado guerrillero de los años 60 y 70, dirigido por los luchadores sociales Pablo Gómez y Arturo Gámiz, fue dotado mediante resolución presidencial. Es, pues, un pueblo que hace 30 años se organizó, y con sangre arrancó sus tierras a los caciques ganaderos. Hoy se han organizado en contra de la empresa canadiense Minefinders Coporation, quien los ha despojado ilegalmente de 3 mil 498 hectáreas de tierras de uso común.
En efecto, Minefinders llegó a Huizopa desde hace 14 años, sin que a la fecha su presencia se haya convertido en detonador de desarrollo. Lejos de ello, ha despojado de tierras a los campesinos. Si acaso son 30 los ejidatarios que laboran como obreros en la empresa y, peor aún, los recursos naturales han sido puestos en riesgo, pues se han detectado desechos químicos y humanos en el río contiguo a los poblados de Dolores y Arroyo Amplio. Frente a esta situación, los ejidatarios constituyeron la asamblea permanente, y desde el 24 de mayo de este año mantienen un plantón pacífico a las afueras de las instalaciones de la empresa, que para nada afecta derechos de terceros. Por el contrario, han demandado a Minefinders y a los gobiernos federal y estatal un diálogo abierto y constructivo, en el que sus demandas consisten en garantizar el cuidado del medio ambiente y la instalación de un plan comunitario de desarrollo social y económico.
Por desgracia, la respuesta de las autoridades fue el operativo policiaco-militar ejecutado el 29 de mayo que tuvo como saldo la detención de dos de los ejidatarios, que después fueron liberados frente a la ausencia de cargos legales, pues no cometieron delito alguno. A pesar de que los ejidatarios han seguido acudiendo a las instancias competentes, su situación sigue siendo de amenaza y de riesgo, pues la visión del gobierno federal es meramente económica. Se limita a lo que llaman “garantizar la inversión extranjera”, pasando por alto el derecho a la preservación de los territorios y el hábitat de los pueblos indígenas, consagrado en el artículo 2 de la Constitución.
Sin duda alguna, tanto al gobierno de Chihuahua como al gobierno federal les compete una función reguladora, por medio de la cual deben equilibrar la correlación de fuerzas entre el poder económico, representado por las trasnacionales, y el poder campesino de los ejidatarios, que son dueños de las tierras. Ello en aras de construir relaciones justas y equitativas que eviten que empresas mineras como Minefinders se enriquezcan a costa de la pobreza de los campesinos indígenas, comprometiendo además los recursos naturales, por la contaminación ocasionada con la explotación minera.
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