Víctor M. Toledo
¿Juega Dios con los ciclistas? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que no sólo hay dioses; también hay demonios de las pequeñas cosas, duendes diminutos, juguetones chaneques, gnomos, pequeños seres bromistas, dedicados todos ellos a promover sorpresas, hechos inesperados, sucesos imprevistos. Para la ciencia, estos eventos impredecibles han dado lugar a la llamada “teoría del caos”, dedicada a atender situaciones en las que “un pequeñísimo cambio en las condiciones iniciales puede modificar drásticamente el comportamiento general de un sistema en el largo plazo”: El aleteo de una mariposa puede provocar un huracán, un tornillo mal colocado la caída de un avión, un microbio el colapso de un imperio, y… una caída en bicicleta el inicio de la ingobernabilidad de un país.
Todo indica que la mayoría de los accidentes no son hechos fortuitos o derivados del azar, sino el resultado de eventos consciente o inconscientemente inducidos o facilitados por el accidentado. Dicho de otra forma, cada quien promueve sus propios accidentes. Quien anda en bicicleta sabe que ya posee la habilidad de mantener un equilibrio, por ello el ciclista es, en cierto modo, un maestro en el arte de balancear. El ciclista que cae debido a una pérdida aunque sea temporal de su pericia, ha perdido su capacidad de mantener su balance, de sostenerse en movimiento por medio de dos ciclos y mediante el justo medio entre dos fuerzas opuestas: una que viene de la izquierda, la otra desde la derecha.
Probablemente no hay mayor desgracia para un gobernante que sufrir un accidente en bicicleta, porque el evento devela, como metáfora y suceso, una situación personal de pérdida de control (interno y/o externo), de ingobernabilidad sobre el instrumento que conduce. Como un contrapunteo invisible pero efectivo, se pierde doblemente el equilibrio: en la conducción bicicletera y en la dirección gubernamental. El colmo: el ciclista se cae, y por el diccionario de sinónimos sabemos que caída significa declinación, descenso, decadencia, desplome, derrumbamiento, desmoronamiento, hundimiento, ocaso. Y todo hecho inusual, por diminuto o personal que parezca, encierra la posibilidad de convertirse en símbolo, en icono, en parteaguas de la historia de los individuos, las comunidades y las sociedades.
Cuando el ciclista que cae es además un presidente acorralado, acotado, debilitado por los acontecimientos y las fuerzas que estaría obligado a gobernar, la probabilidad de que le ocurra un accidente es muy alta. Creo que nunca ha habido, en la historia reciente del país, un presidente con tan poca capacidad de maniobra como el que actualmente nos (des) gobierna. Investido mediante un mecanismo fraudulento (ahí siguen, amordazadas pero vivas, las urnas de la elección de 2006 a la espera de ser interrogadas), su “debilidad de origen” lo ha llevado a obligadas alianzas con las poderosas elites económicas, los líderes más corruptos del sindicalismo, las televisoras, los gobernadores prepotentes y mafiosos, las corporaciones trasnacionales (¿alguien se imaginaba a un presidente mexicano llevándole un pastel al gigante Wal-Mart?), los bancos extranjeros, y un grupo de funcionarios públicos leales pero ineficaces y corruptos. Ello lo deja sin autoridad moral y, en consecuencia, sin capacidad para la acción, frente a las dos grandes fuerzas que lo amenazan de manera permanente: el crimen organizado ya empoderado social y militarmente, y la oposición política, social y ciudadana de un país cada vez más injusto e inseguro.
La caída del ciclista tiene un último y peculiar significado. No se pueden hacer análisis políticos acertados en un país tan lleno de magia colectiva como México sin tomar en cuenta la fecha cabalística de la ruptura histórica. El 2010 está tan presente en el inconsciente social de los mexicanos como el maíz, el águila y la serpiente, la Virgen de Guadalupe o el mole poblano. Conforme nos acercamos a esa fecha, a ese “accidente societario” soñado, columbrado, intuido y deseado por millones de ciudadanos, nos aproximamos a un momento en el que el anhelo por un cambio induce y condiciona una esperanza que marea. En la intimidad, la gente, los ciudadanos, bien pueden otorgar un significado premonitorio a la caída de la bicicleta.
Es en este contexto que las propuestas de Porfirio Muñoz Ledo, aparentemente inoportunas, excesivas o descabelladas, son de una enorme trascendencia. Solamente una reforma profunda del Estado, de sus formas y reglas, incluida la posibilidad de revocar los mandatos de quienes gobiernan, puede ofrecer una salida democrática y evitar la opción autoritaria y violenta. La caída del ciclista no es solamente una alegoría, una broma de los demonios de las pequeñas cosas o una nueva demostración de la teoría del caos. También es una señal, diáfana y oportuna, de la llegada de un límite y de la debilidad de un régimen, y de un “estado de cosas”. En algún lugar de algún momento futuro los mexicanos hablarán, con nostalgia o con coraje, con placer o con amargura, de aquel hecho extraño y absurdo que desencadenó el cambio que el país necesitaba. En la memoria colectiva se grabó con letras de oro como la “parábola de los ciclistas que caen”. Roguemos por ellos.
“Dicen que queremos derrocarlo, pero él se cae solo”: A.M. López Obrador
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