Epigmenio Ibarra
A Gustavo Iruegas, un mexicano ejemplar
También de eso se trata la resistencia de apretar, de tensar, de tomarse riesgos extremos; incluso el riesgo catastrófico del desacuerdo interno irreparable, de la ruptura y de la consecuente exhibición como supuesto responsable de la misma ante la nación entera. Falta, eso sí, saber hasta dónde estirar la cuerda, cuál es el punto preciso en que ésta se revienta y todo se pierde o bien medir en qué momento, la protesta o los elementos policíacos de contención pierden el control, se salen de madre y la sangre llega a las calles. En todo caso la causa; la defensa del petróleo como patrimonio exclusivo de la nación lo vale y el adversario –con sus marrullerías ancestrales– se lo merece.
Votó el Senado –bajo sitio de la resistencia y sometido al escrutinio del país entero– los 7 dictámenes de la reforma energética. No es, ciertamente, lo aprobado lo que Calderón, con todo el despliegue propagandístico y su tesoro prometido en aguas profundas, buscaba; tampoco lo que el PRI, instalado como facilitador, propuso en su afán de salir al quite y alcanzar de otra manera los mismos fines. Para ser considerada una victoria plena quedó, sin embargo, a sólo 12 palabras de distancia de lo que el movimiento nacional en defensa del petróleo reclamaba y podía considerar aceptable. Y sin embargo así, perdiendo todos ganó el país.
En el exterior de la sede alternativa del Senado, entre los escudos y toletes de la policía federal López Obrador dijo: “Es un triunfo” sólo para agregar de inmediato: “Esto todavía no termina” y asegurar que estará con sus brigadistas el próximo martes en la Cámara de Diputados –“Vamos a cuidar que no cambien ni una coma”– para seguir luchando por esas doce palabras que el PRI y el PAN, en un arrebato final de prepotencia, consideraron innecesario siquiera discutir y que pueden ser el resquicio por el que se cuele de nuevo el apetito privatizador.
Doce palabras tan sólo. Una precisión, un agregado en la redacción del artículo, que cerrarían definitivamente la posibilidad de que partes del territorio nacional sean entregadas a empresas nacionales o extranjeras. ¿Una necedad? ¿Una locura? ¿Una victoria de los ultras y radicales? No lo creo. Desconfianza pura nada más; certeza nacida de la experiencia.
Desde hace décadas los mexicanos hemos sufrido los atropellos y abusos de quienes, desde el poder, aprovechan sistemáticamente los vacíos, las imprecisiones, los huecos en la ley para burlar la Constitución. Ejemplos sobran. El más reciente: la elección presidencial del 2006.
En materia tan grave como la que hoy se discute, en un entorno internacional tan complejo y con tan poderosos intereses particulares en torno a nuestros recursos petroleros además, no sobran las precauciones.
Doce palabras nada más. Si en el espíritu de la ley –como dicen sus defensores– está ya acotada la entrega de zonas o bloques territoriales ¿Por qué no ponerlo pues en la letra impresa?
Estuve entre la gente que asistió al mitin este miércoles en el Hemiciclo. Asistí convencido de que la articulación de la resistencia, la participación de dirigentes e intelectuales de la izquierda y la lucha parlamentaria había conseguido una victoria aceptable que podía reclamarse como tal y que ese mitin habría de devenir en celebración. No fue así.
Pese al discurso del embajador Navarrete: “Debemos –dijo– respaldar el esfuerzo de nuestros legisladores”. Pese a las palabras del Ingeniero Felipe Ocampo, que llamó a la multitud a actuar en el mismo sentido sin deponer la lucha. Pese a la intervención del propio Pablo Gómez –que, sin embargo, se perdió en los meandros de los peros y de lo no conseguido al final de su discurso– prevaleció entre la gente la desconfianza. Optaron por continuar la resistencia.
Confieso que después de votar me retiré desalentado. Con sólo ver por unos minutos dónde y cómo tachaba la gente la boleta puede adivinar el resultado. “No saben ver la victoria aun teniéndola frente a sus propios ojos”, pensé, “es la tragedia de nuestra izquierda”, me dije. Debo reconocer que estaba equivocado; respiraba, además, por la herida.
Más tarde –ya en casa– reconstruí de memoria los dichos de la gente, sus miradas y actitudes mientras escuchaban los discursos, y me di cuenta que no tenían por qué creer, que no se resignaban a quedarse con los brazos cruzados, esperando que ahora sí la clase política cumpliera sus compromisos; estaban decididos –y tenían razón– a seguir peleando.
Este jueves por la mañana en la radio escuche a Rolando Cordera y luego a Cuauhtémoc Cárdenas; nada más lejos de la recriminación y el linchamiento que sus palabras. “La presión popular sirve” dijo, serenamente, Cárdenas, quien advirtió que en efecto queda, sin esas doce palabras, un peligroso resquicio abierto. “Ojalá –dijo Cordera quien mantuvo su respaldo a lo logrado en el Senado– y no se inicie con esto un linchamiento mediático de la movilización popular”. Eso mismo espero yo.
Esa gente que este jueves, digna y valientemente, volvió a salir a la calle merece todo nuestro respeto; ya impidió con su resistencia la privatización, tiene derecho a blindar esa victoria que, a final de cuentas, será también de todos. Total: es el último tirón.
http://elcancerberodeulises.blogspot.com
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