En días recientes, la zona arqueológica de Teotihuacán, en el estado de México, se ha visto envuelta en la polémica a causa del proyecto multimedia Resplandor teotihuacano, espectáculo de luz y sonido que se pretende instalar en ese sitio. El pasado martes, trabajadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) clausuraron simbólicamente la zona en protesta por ese proyecto, pues afirmaron que la instalación de taquetes, láminas y cableado para las luces afecta los basamentos de las milenarias pirámides. Por su parte, la Comisión Permanente del Congreso de la Unión aprobó un punto de acuerdo por medio del cual se exhorta a las autoridades del INAH a suspender las obras a la brevedad. En consecuencia, el instituto se comprometió a parar los trabajos y a restaurar los daños causados, pero hasta ahora eso no ha ocurrido: las obras, en efecto, no han avanzado, pero no se han retirado las instalaciones ya colocadas ni se han iniciado las tareas para resanar los visibles daños causados en las estructuras de las edificaciones prehispánicas.
Ayer el gobernador de la entidad, Enrique Peña Nieto, dio un espaldarazo al controvertido proyecto al señalar que éste pondría a Teotihuacán “a la altura de otros centros (arqueológicos) que hay en el mundo”; señaló que el espectáculo de luces referido haría el sitio “más atractivo e interesante” y que generaría “mayores ingresos y una mayor derrama de divisas” en la entidad.
Lo que ocurre en Teotihuacán no es un hecho aislado: instalaciones de ese tipo se han realizado en sitios arqueológicos como los de Uxmal, en Yucatán, y Tulum, en Quintana Roo, y se pretende promover un proyecto similar en las ruinas de Tula, en el estado de Hidalgo, que incluso contempla paseos a través de la zona en vehículos concesionados, y que no ha recibido, por cierto, el aval del INAH (La Jornada, 23/12/08).
La proliferación de proyectos de este tipo es indicativa de la lógica con la que operan las autoridades encargadas de administrar y proteger los sitios arqueológicos del país: esos centros son objeto de una desenfrenada especulación comercial y con fiines de lucro, y quienes los manejan, al parecer, están más preocupados por incrementar la explotación turística que por garantizar la preservación de las zonas. La conducción de la cultura del país, en general, se halla supeditada a los criterios pragmáticos y mercantilistas de los gobiernos neoliberales, como quedó de manifiesto hace poco más de un año con el apoyo que la administración calderonista dio –con recursos públicos– a la candidatura de las ruinas de Chichén Itzá en el certamen de las Siete Nuevas Maravillas del Mundo, organizado por el empresario suizo Bernard Weber.
El valor de sitios arqueológicos como los mencionados no aumenta por la instalación de espectáculos multimedia –como sostiene el gobernador del estado de México–, ni mucho menos por el lugar obtenido en concursos de popularidad frívolos y sin más utilidad que generar ganancias económicas. Las autoridades encargadas de administrar esas zonas tienen, ante todo, la responsabilidad de preservarlas y de garantizar que funjan como espacios para la investigación, el acercamiento a la cultura y el conocimiento y la comprensión de nuestra historia, no como medios de satisfacción de afanes comerciales.
La rapacidad y voracidad empresarial no tiene límites, uno de nuestros grandes tesoros prehispánicos ha sido trastocado, Teotihuacán.
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