Arturo Alcalde Justiniani
La decisión del gobierno mexicano de congelar las cuentas bancarias del sindicato nacional minero metalúrgico y la detención de Carlos Pavón Campos y Juan Linares Montúfar, integrantes de su directiva, en condición de rehenes, encuentra como penoso antecedente la actitud represiva de las dictaduras militares latinoamericanas de los años setenta, cuando con dicha intervención buscaban exterminar a los disidentes. Mal haríamos en dejar pasar estas decisiones de Estado que exhiben la gigantesca influencia de Germán Larrea, dueño de Grupo Minera México. Se trata de una estrategia de destrucción del gremio más representativo de la industria minero metalúrgica del país que descalifica a quien tiene como encargo la preservación del estado de derecho. Es preocupante que tales hechos no generen en nuestro país la suficiente denuncia pública. No cabe duda que nos estamos acostumbrando a toda clase de agravios sin la reacción debida.
Desde aquel 17 de febrero de 2006, día en que la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS) canceló la toma de nota del comité ejecutivo de este gremio sustentado en firmas falsas, se ha repetido una serie de actos que acreditan la voluntad gubernamental de doblegar a la organización a toda costa; declaraciones de inexistencia de huelga, abierta promoción de un sindicato blanco, extorsión y soborno a representantes seccionales, cierres artificiales de centros de trabajo, persecución y encarcelamiento de dirigentes, violencia de diverso tipo que ha provocado varias muertes; todo perfila a una estrategia de aniquilamiento que ha merecido la condena internacional y que sólo se ha visto contenida, en parte, por la resistencia de los mineros, la solidaridad internacional y resoluciones del Poder Judicial federal en juicios de amparo. La evidente desesperación del gobierno por no lograr someter a los trabajadores lo ha llevado a ampliar su estrategia en coordinación con el Grupo Minera México, hasta los más recónditos lugares de las minas y centros de producción, convocando a la complicidad de gobernadores del norte del país, empresarios con cuentas pendientes y a las viejas centrales corporativas del Congreso del Trabajo, quienes no han levantado un dedo en defensa de su antiguo aliado; algunos hasta festejan estos golpes.
En otro ámbito, se reproduce con el mismo ímpetu exterminador la decisión de destruir al gremio de profesionistas y técnicos de Petróleos Mexicanos (Pemex). Sus líderes fueron despedidos y sacados con lujo de violencia de sus centros de trabajo, y sus afiliados, uno a uno, presionados para que renuncien a su organización, que desde hace siete meses espera su registro legal de la STPS. Una acción represiva que en boca de sus operadores dice cumplir órdenes del director general de la paraestatal, Jesús Reyes Heroles, que por la rudeza y contundencia de los mecanismos utilizados parece avalado por la autorización presidencial. El texto de las renuncias impuestas por los propios funcionarios de Pemex como condición para recuperar o mantener el empleo dan cuenta de una crueldad sin límites. Los trabajadores, en ocasiones acompañados de notarios, se han visto forzados a presentar su salida del sindicato expresando en diversos textos: “renuncio porque deseo mantener el empleo y la seguridad de mi familia”, “renuncio porque necesito el servicio médico”. Al parecer, la dirección de Pemex no está confiada únicamente en la posibilidad de una negativa del registro sindical, que podría ser combatida por la vía del amparo, exige arrancar de raíz la organización democrática, considerando que la libre asociación de los profesionistas y técnicos, que sostienen en buena parte la operación de la empresa y que han dado muestra de su responsabilidad y compromiso laboral, son un enemigo a vencer.
Esta política laboral también tiene su expresión en el plano económico, en temas que son fundamentales para la población trabajadora como es la definición salarial. Tienen razón quienes afirman que la política salarial exhibe el rostro de un gobierno. Para este año, la intención evidente de las autoridades es regresar a los criterios de los años noventa, fijando los salarios mínimos (SM) por debajo de la inflación. El argumento es falaz: “determinamos los salarios mínimos con base en la inflación esperada”, cuando es el propio gobierno federal quien realiza dicho cálculo, ignorando el diferencial que realmente se genera al final del periodo anual. En diciembre de 2007 se fijó un incremento a los SM de 4 por ciento, suponiendo que durante el año 2008 la inflación sería de 3 por ciento. Concluido este año, se confirma que el cálculo falló y la inflación real será superior al 6 por ciento, el doble de lo calculado. ¿Quién paga la diferencia? Lo coherente sería recuperarla, si se quiere mantener el discurso de la inflación esperada. Todo indica que en los próximos días se fijarán los SM aplicables para el próximo año soslayando esta deuda y repitiendo la maniobra. Se fijarán seguramente, entre 4.5 y 5 por ciento, alegando que se espera una inflación para 2009 de 3.5 por ciento. El tonto que se los crea.
De cumplirse la amenaza gubernamental de fijar los SM en el rango señalado, significaría que tan sólo en este periodo, se perderían dos puntos porcentuales que equivalen a casi la mitad del incremento que aparentemente ha decidido imponer el gobierno federal. Este tipo de decisiones contrasta con la abierta actitud de salvamento de los grandes grupos industriales y financieros a quienes se han abierto las puertas de la banca de desarrollo para que obtengan respaldo y superen “los escollos de la crisis”. No se sugiere, obviamente, que el gobierno abdique de su papel regulador y de apoyo a las fuentes de trabajo para evitar el desempleo; se reclama mantener una actitud equivalente, e incluso preferente, ante la población económicamente más débil, que sólo tiene su precario salario para intentar salvarse.
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