Porfirio Muñoz Ledo
Bitácora Republicana
Recién apareció un libro esencial para el conocimiento del acontecer contemporáneo del país. “1988: El año que calló el sistema”. Su autora, la noble periodista Martha Anaya. Leerlo es una experiencia estremecedora e imprescindible. Debiera generar un análisis responsable sobre los orígenes inmediatos de la tragedia nacional.
No es un alegato ideológico sino un repaso objetivo y documentado de sucesos que descarrilaron el cambio histórico. El abatimiento de los velos piadosos que han encubierto la enorme traición cometida contra la voluntad popular: el juego suicida entre inercias y mezquindades que ha marcado desde entonces el despeñadero moral de la República.
La obra es una crónica de las jornadas iniciadas el día de la elección y desarrolladas más tarde entre bambalinas, hasta que el sistema recobró el control político mediante la aceptación -interesada o medrosa- de una victoria oficial que nunca existió, por parte de quienes realmente la obtuvieron. Los testimonios de los actores no dejan lugar a dudas sobre las cuestiones a debate.
Ante todo el verdadero resultado de los comicios ¿Cárdenas obtuvo más sufragios que Salinas o sólo quisieron preservar una mayoría holgada para el régimen? Además de que los hechos relatados apuntan inequívocamente en el primer sentido, ninguno de los interrogados afirma que Salinas ganó la elección.
Quien era titular del Ejecutivo dice “portar el sambenito del fraude es penoso pero lo hubiese sido más perder el poder”; “a la izquierda no había ni hay que dejarla llegar”. “Creo que hice bien en impedirlo”. Aunque no haya sido obra de su firmeza, sino de las maquinaciones del beneficiario primordial.
La célebre caída del sistema es más sustantiva de lo que muchos suponen. No fue sólo una decisión de emergencia para evitar la diseminación de cifras abrumadoramente favorables a la oposición en el Valle de México. Derivó también de obstrucciones informativas de los comités estatales, que improvisaban malabarismos para maquillar los resultados en todo el territorio nacional.
El cúmulo de falsificaciones comprobables, el “escalofrío de Los Pinos” descrito por la autora, el desconcierto de la clase gobernante, la perceptible neutralidad del Ejército, la convicción de nuestro triunfo en la opinión internacional y sobre todo el enardecimiento popular, habían creado las condiciones para exigir la nulidad de la elección e impulsar una genuina transición democrática.
Así lo convenimos el 6 de julio en el “Llamado a la legalidad” redactado por Castillo Peraza y por mí. “En caso de que no se reestablezca la legalidad del proceso electoral no aceptaríamos los resultados ni reconoceríamos a las autoridades que provinieran de hechos fraudulentos, por lo que procederíamos a defender los derechos del pueblo mexicano con todas las armas que la Constitución nos otorga”.
Las evidencias de fraude eran mucho mayores a las que cualquier legislación establece para anular comicios y la capacidad de movilización social muy superior a otras que desplomaron regímenes por la vía pacífica. La equiparación con el 68 es desproporcionada y el hipotético “baño de sangre” sólo una excusa a posteriori del desistimiento. No era factible, ni con Atila despachando en Palacio.
Ciertamente, las experiencias previas de Europa mediterránea y el Cono Sur no eran comparables a la nuestra y la erupción del 88 ocurre un año antes del No a Pinochet y dos de la caída del Muro de Berlín. Pudimos ser adelantados de la historia, pero los principales dirigentes carecían de los tamaños para entenderlo. Se requería, como escribió Castañeda, “una visión de largo plazo y la definición precisa de que la meta era la liquidación del sistema”.
Recuerda que entonces le dije: “si dejamos que el chaparrito se recupere y reagrupe sus fuerzas, no nos lo quitamos de encima”. Así sucedió y la derecha se instaló en el poder durante dos decenios para ejecutar un programa radicalmente opuesto al plebiscitado por el pueblo. El desastre acaecido hasta hoy es nuestra responsabilidad por omisión y la pequeñez de algunos apenas se distingue de la complicidad.
Afirma De la Madrid que, al entrevistarse secretamente con su contrincante, Cárdenas admitió la derrota: “aceptó la victoria de Salinas en los hechos; se sentó con él a negociar”. A cambio de ninguna ventaja política comprobable, ya que todas fueron a las alforjas de Acción Nacional. Para acá reservaron la represión y finalmente el desprecio.
No imagino a los conspiradores de Querétaro negociando en la sombra posiciones con el virreinato ni a los maderistas o constitucionalistas enviando en la batalla mensajes subterráneos de retirada. Para infortunio de nuestra generación, los héroes no se dan en maceta ni la grandeza es un bien heredable.
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