Con buenos reflejos, el presidente de Estados Unidos, George Bush, esquivó el inesperado proyectil, el zapato de el reportero de televisión iraquí Muntander al Zeidi le disparó el domingo en Bagdad. Los del primer ministro de Iraq, Nuri al Maliki, desviaron el segundo zapatazo destinado al comandante supremo de la principal fuerza invasora de la antigua Mesopotamia.
La reacción del gobierno local fue desproporcionada, pues juzgó que el periodista había intentado matar al visitante. Es más apropiada la de los veloces autores de los videojuegos que desde el lunes han sido manipulados por millones de personas que, en broma, imitan al muchacho iraquí —tiene sólo 29 años— que al parecer la está pasando mal en manos de sus captores y podría vivir días y años peores si se le condena por los varios delitos que se quiere imputarle. El propio Bush, y después su vocería en la Casa Blanca han restado importancia al episodio, que no atrajo mucho la atención en los Estados Unidos, preocupada su opinión pública por la recesión que agrede a su país y al mundo, agravada por el abuso de expertos en manipular dinero, como Bernard Madoff, autor de una de las estafas mayores de que se tenga memoria.
Las buenas conciencias condenaron el arrebato del periodista que, en sentido contrario, es endiosado en los países árabes por su gesto pueril. Organizaciones de periodistas y su propia televisora, al Baghdadiya, demandaron la libertad del ofensor. Su conducta no puede ser cohonestada. Nadie tiene derecho a insultar y agredir a nadie. Menos un periodista que en virtud de su oficio tiene acceso a un recinto donde su blanco está a pocos metros de distancia. Ningún proyectil figura en la panoplia de un periodista, que faltó a los deberes de su oficio –el respeto a los demás, incluidos los diferentes, por encima de todo— y a las buenas maneras. Si como parece ha sido tratado con rudeza, esa pena resulta ya suficiente para purgar la conducta afrentosa que lo hizo famoso súbitamente.
Sin que se pretenda atenuar su irresponsable actitud, es menester ubicarla en su contexto. Bush llegó a Iraq a despedirse de sus tropas y a ultimar acuerdos con el gobierno establecido bajo su protección. Hace cinco años y medio ordenó invadir a ese país en busca de armas de destrucción masiva que no pudieron ser halladas por la sencilla razón de que no existían. Cuando esa verdad se impuso, el pretexto para la ocupación militar giró hacia el establecimiento de la democracia: tras el arresto y ejecución de Saddam Hussein. Pero el resultado ha sido contrario a cualquier buena intención que se proclame. Iraq ha padecido más de un lustro de destrucción y muerte. En su territorio se libran varias guerras y el gobierno local patrocinado por EE.UU. es incapaz de garantizar la seguridad que es deber del Estado proveer a sus ciudadanos.
En su exasperación, Muntader al Zeidi no se limitó a insultar a Bush y a lanzarle dos zapatazos. Le puso dedicatoria: “este es un regalo de los iraquíes, es un beso de despedida, perro” , espetó mientras disparaba el primer proyectil. Fue más específico con el segundo: “Esto es de parte de las viudas, los huérfanos y de aquellos que fueron asesinados en Iraq”. El periodista hacía presente el enorme costo humano al que Bush manifiesta ser ajeno. De no serlo, se hubiera abstenido de viajar a Bagdad, Pero evidenció que la gran tragedia que asestó a ese país es para su conciencia un acto de gobierno susceptible de ser bien evaluado al hacerse el balance de sus ocho años al frente del país más poderoso de la tierra.
Más de un millón de personas han muerto en los diversos frentes abiertos en aquel país. La cifra puede ser mayor, pues por su propia naturaleza es imposible precisar la pérdida de vidas en un país donde extensas áreas están sustraídas al poder del Estado y de las fuerzas ocupantes, y donde hierve la resistencia contra la invasión. El principal intruso lleva la cuenta exacta de sus bajas pero no se interesó nunca por aproximarse siquiera a conocer el número de los iraquies caídos por la violencia de todo género que no ha dejado de imperar allí desde el 20 de marzo de 2003.
El mismo domingo en que Bush eludía la ofensa de obra, y no entendía la de palabra que profirió su agresor (que hablaba en árabe), el diario “The New York Times” ofreció a sus lectores un resumen del informe oficial sobre la reconstrucción de Iraq, un fracaso que pasara a la historia como síntesis de derroche y desorganización. El gobierno de Bush gastó en ella cien mil millones de dólares (cuatro veces la suma que el Congreso negó a la industria automotriz para no arrastrar en su quiebra a la economía real norteamericana).
Pese al voluminoso gasto aplicado a la reconstrucción (que en rigor estricto sólo debía haberse iniciado tras la pacificación del país invadido), nada en Iraq es igual a lo que ocurría antes de la ocupación. No se ha alcanzado el nivel de producción petrolera previo a la invasión y el resto de la actividad económica se mantiene en niveles precarios, los suficientes para dar satisfacción a la miriada de empresas contratistas que han sido las únicas gananciosas de este lance que no honra a los Estados Unidos.
No es disculpable el arrebato del joven periodista que agredió a Bush. Su gesto, sin embargo, es nimio, se borra ante la evidencia del crimen cometido por Bush al invadir a ese país, cuya dictadura no era defendible, pero cuyo pueblo merece mejor destino.— México, D.F.
karina.morales@librossobrelibros.com
La reacción del gobierno local fue desproporcionada, pues juzgó que el periodista había intentado matar al visitante. Es más apropiada la de los veloces autores de los videojuegos que desde el lunes han sido manipulados por millones de personas que, en broma, imitan al muchacho iraquí —tiene sólo 29 años— que al parecer la está pasando mal en manos de sus captores y podría vivir días y años peores si se le condena por los varios delitos que se quiere imputarle. El propio Bush, y después su vocería en la Casa Blanca han restado importancia al episodio, que no atrajo mucho la atención en los Estados Unidos, preocupada su opinión pública por la recesión que agrede a su país y al mundo, agravada por el abuso de expertos en manipular dinero, como Bernard Madoff, autor de una de las estafas mayores de que se tenga memoria.
Las buenas conciencias condenaron el arrebato del periodista que, en sentido contrario, es endiosado en los países árabes por su gesto pueril. Organizaciones de periodistas y su propia televisora, al Baghdadiya, demandaron la libertad del ofensor. Su conducta no puede ser cohonestada. Nadie tiene derecho a insultar y agredir a nadie. Menos un periodista que en virtud de su oficio tiene acceso a un recinto donde su blanco está a pocos metros de distancia. Ningún proyectil figura en la panoplia de un periodista, que faltó a los deberes de su oficio –el respeto a los demás, incluidos los diferentes, por encima de todo— y a las buenas maneras. Si como parece ha sido tratado con rudeza, esa pena resulta ya suficiente para purgar la conducta afrentosa que lo hizo famoso súbitamente.
Sin que se pretenda atenuar su irresponsable actitud, es menester ubicarla en su contexto. Bush llegó a Iraq a despedirse de sus tropas y a ultimar acuerdos con el gobierno establecido bajo su protección. Hace cinco años y medio ordenó invadir a ese país en busca de armas de destrucción masiva que no pudieron ser halladas por la sencilla razón de que no existían. Cuando esa verdad se impuso, el pretexto para la ocupación militar giró hacia el establecimiento de la democracia: tras el arresto y ejecución de Saddam Hussein. Pero el resultado ha sido contrario a cualquier buena intención que se proclame. Iraq ha padecido más de un lustro de destrucción y muerte. En su territorio se libran varias guerras y el gobierno local patrocinado por EE.UU. es incapaz de garantizar la seguridad que es deber del Estado proveer a sus ciudadanos.
En su exasperación, Muntader al Zeidi no se limitó a insultar a Bush y a lanzarle dos zapatazos. Le puso dedicatoria: “este es un regalo de los iraquíes, es un beso de despedida, perro” , espetó mientras disparaba el primer proyectil. Fue más específico con el segundo: “Esto es de parte de las viudas, los huérfanos y de aquellos que fueron asesinados en Iraq”. El periodista hacía presente el enorme costo humano al que Bush manifiesta ser ajeno. De no serlo, se hubiera abstenido de viajar a Bagdad, Pero evidenció que la gran tragedia que asestó a ese país es para su conciencia un acto de gobierno susceptible de ser bien evaluado al hacerse el balance de sus ocho años al frente del país más poderoso de la tierra.
Más de un millón de personas han muerto en los diversos frentes abiertos en aquel país. La cifra puede ser mayor, pues por su propia naturaleza es imposible precisar la pérdida de vidas en un país donde extensas áreas están sustraídas al poder del Estado y de las fuerzas ocupantes, y donde hierve la resistencia contra la invasión. El principal intruso lleva la cuenta exacta de sus bajas pero no se interesó nunca por aproximarse siquiera a conocer el número de los iraquies caídos por la violencia de todo género que no ha dejado de imperar allí desde el 20 de marzo de 2003.
El mismo domingo en que Bush eludía la ofensa de obra, y no entendía la de palabra que profirió su agresor (que hablaba en árabe), el diario “The New York Times” ofreció a sus lectores un resumen del informe oficial sobre la reconstrucción de Iraq, un fracaso que pasara a la historia como síntesis de derroche y desorganización. El gobierno de Bush gastó en ella cien mil millones de dólares (cuatro veces la suma que el Congreso negó a la industria automotriz para no arrastrar en su quiebra a la economía real norteamericana).
Pese al voluminoso gasto aplicado a la reconstrucción (que en rigor estricto sólo debía haberse iniciado tras la pacificación del país invadido), nada en Iraq es igual a lo que ocurría antes de la ocupación. No se ha alcanzado el nivel de producción petrolera previo a la invasión y el resto de la actividad económica se mantiene en niveles precarios, los suficientes para dar satisfacción a la miriada de empresas contratistas que han sido las únicas gananciosas de este lance que no honra a los Estados Unidos.
No es disculpable el arrebato del joven periodista que agredió a Bush. Su gesto, sin embargo, es nimio, se borra ante la evidencia del crimen cometido por Bush al invadir a ese país, cuya dictadura no era defendible, pero cuyo pueblo merece mejor destino.— México, D.F.
karina.morales@librossobrelibros.com
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