Luis Hernández Navarro
Resplandor teotihuacano es un espectáculo multimedia estilo Televisa con el que se busca convertir el pasado prehispánico en show y la difusión de la historia en negocio para inversionistas privados. No se trata de un hecho aislado: es la última embestida de empresarios y políticos para beneficiarse del patrimonio histórico del país.
Resplandor teotihuacano es una agresión al patrimonio histórico que, en nombre del “progreso”, viola la legislación vigente. Los hechos son incontrovertibles. La instalación de luminarias y rieles para el espectáculo de luz y sonido en las pirámides del Sol y la Luna han dañado los estucos y estructuras de los monumentos precolombinos. Como han señalado investigadores y trabajadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) los promotores del negocio ni siquiera cuentan con un guión académico terminado.
El 31 de octubre de 1977 se publicó en el Diario Oficial un acuerdo por el que los museos nacionales y regionales, así como los monumentos arqueológicos e históricos y las zonas de monumentos arqueológicos, dependientes del INAH, no serán utilizados por ninguna persona física o moral, entidad federal, estatal o municipal, con fines ajenos a su objeto o naturaleza. Estos fines se establecen en la Ley de Monumentos Históricos.
Resplandor teotihuacano viola flagrantemente ese decreto y esa ley. Aunque las autoridades del INAH parecen no darse cuenta, en ninguna legislación se establece que el objetivo de las pirámides sea el de entretener turistas con pasatiempos inspirados en Las Vegas.
La ofensiva del capital inmobiliario, la industria turística y los políticos contra el patrimonio histórico y cultural protegido por la legislación federal viene de muy atrás. Para ellos es inadmisible que esos bienes no puedan convertirse en mercancías con las que obtener beneficios privados. Exigen, reiterada y sostenidamente, de manera abierta o soterrada, su desamortización. Unos quieren hacer negocio y lo quieren hacer ya. Otros desean invertir obras que le den lustre a sus administraciones, sin importarles que se destruyan inmuebles de indudable valor.
El decreto del 31 de octubre de 1977 fue promovido por el director del INAH, Gastón García Cantú, para contar con un paraguas jurídico que protegiera a los monumentos arqueológicos e históricos. Contó con el aval de la comunidad científica, académica y laboral del instituto.
Entonces, tal como sucede ahora, las presiones ilegítimas contra el patrimonio cultural eran incontenibles. Las anécdotas dan para un libro. Por ejemplo, el entonces gobernador de Puebla quería deshacerse de un edificio del siglo XVII, en el que se había albergado el primer colegio de estudios superiores de esa entidad porque, según él, “estorbaba y ya no servía”.
En Hidalgo, uno de los precandidatos del Partido Revolucionario Institucional (PRI) a la gubernatura deseaba efectuar su toma de protesta entre los Atlantes de Tula, el centro prehispánico más importante de la entidad, acompañado de la agrupación de charros, cabalgando briosos equinos.
Era frecuente que las distinguidas señoritas de la alta sociedad de diversas entidades utilizaran los monumentos históricos para sus fiestas de quince años o bodas. También que se celebraran en ellos banquetes y festividades de todo tipo, con cualquier pretexto.
El empleo abusivo de los monumentos históricos provenía de lo más alto de la nomenclatura política. Carmen Romano de López Portillo, esposa del entonces jefe del Ejecutivo, gustaba convocar a animadas francachelas en el Castillo de Chapultepec. Un buen número de trabajadores de intendencia eran contratados para atender a distinguidos visitantes, entre los que se encontraba el ilusionista Uri Geller, quien deslumbraba a los invitados doblando con la mente cucharas que pertenecieron a Maximiliano y Carlota. A decir de los custodios, las recepciones eran bastante divertidas. Las armaduras de los conquistadores amanecían con sendos vasos de jaibol en la mano, y las habitaciones de su majestad con vestigios de uno que otro revolcón. Al lado de paredes forradas con tela de seda se instalaban las cocinetas con las que se guisaban los alimentos para la cena.
García Cantú narró en varias ocasiones cómo las escandalosas fiestas de la primera dama en el Museo Nacional de Historia lo llevaron a buscar una entrevista con el presidente López Portillo, de la cual surgió la propuesta de emitir el decreto. Según él, en una reunión con el mandatario en la que también participó Porfirio Muñoz Ledo, entonces secretario de Educación Pública, le expuso al jefe del Ejecutivo la imposibilidad de otorgar el permiso para efectuar la recepción. El Presidente le respondió que el cuerpo diplomático ya había sido convocado y, por tanto, no se podía cancelar el acto. García Cantú insistió en que el castillo estaba en peligro y le propuso que el Ejecutivo federal expidiera un acuerdo prohibiendo que los centros históricos o prehispánicos sean sitios de reuniones sociales. López Portillo aceptó, aunque la pachanga de su consorte no fue cancelada.
Pese a la prohibición expresa, esas cenas y reuniones se han seguido haciendo para beneficio de sus patrocinadores. Sin ir más lejos, Marta Sahagún se apropió sin pudor alguno el alcázar para recaudar fondos para su fundación, con el gancho de un millonario concierto de Elton John. Ahora se quiere usar la zona arqueológica de Teotihuacán para montar un espectáculo que daña y desnaturaliza el sitio.
La lógica de la preservación responsable del patrimonio histórico es contrapuesta a la de su utilización para hacer negocios privados. Los inversionistas quieren ganancias rápidas y los políticos como Enrique peña Nieto hacerse publicidad. Para el pueblo mexicano su conservación tiene un enorme valor e importancia. Ésta debe efectuarse con integridad y respeto. En Teotihuacán la rapiña comercial pretende usufructuar y desvirtuar un bien común. Impedirlo no es asunto banal ni secundario.
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