Ángel Guerra Cabrera
El derramamiento de sangre y los sufrimientos que los gorilas hacen caer sobre los hondureños podrían haberse ahorrado si Estados Unidos no hubiese adoptado una actitud ambigua y cada vez más complaciente ante el golpe de Estado. Obama reitera en Moscú que reconoce a Zelaya como único presidente legítimo y proclama que la potencia no toma en cuenta las diferencias políticas cuando los gobernantes han sido electos pero horas después, en abierta contradicción con el dicho de su jefe la secretaria de Estado Clinton cantinflea ante la prensa con tal de no calificar el golpe por su nombre, habla por teléfono con el presidente gorila –un tácito reconocimiento–, anuncia el nombramiento como mediador de alguien de tan dudosa credibilidad como el presidente de Costa Rica Óscar Arias y menciona que éste conducirá una negociación entre las partes. Mientras el presidente Manuel Zelaya puntualiza que no hay nada que negociar con los golpistas pues sería traicionar a sus principios y al pueblo que lo eligió y que el único objetivo de la mediación es planificar su salida del poder.
Clinton obvia las resoluciones condenando el golpe de forma terminante votadas por su gobierno en la ONU y la OEA y lo que hay en el fondo es la complicidad de Estados Unidos con la oligarquía y los militares. Después de todo, son sus únicos aliados para impedir la restitución del orden constitucional con un Zelaya políticamente fortalecido, que el imperio aprecia como una nueva resquebrajadura a su hegemonía. Sabe que con el pueblo no puede contar.
Con el golpe se pretendió asestar un duro revés a la unidad e integración de América Latina a través de Honduras, el eslabón más débil del Alba, pero el pequeño centroamericano se ha convertido en una potencia política: en 12 días el pueblo en resistencia pacífica tiene cercada y a la defensiva a una pandilla de gorilas cuyo único recurso es el de continuar derramando sangre valiéndose de la fuerza de las armas. Allí se ha probado que en una coyuntura propicia y con un liderazgo inteligente como el de Zelaya puede en un breve plazo constituirse un gran movimiento popular capaz no sólo de rendir a la dictadura sino con potencialidades para impulsar los cambios democráticos que necesita uno de los países latinoamericanos de ingreso más desigual. Ciertamente, esta fuerza ha podido ser acuerpada tan rápidamente por que ya existían destacamentos y dirigentes populares con propuestas trasformadoras y trayectoria de lucha.
La combativa marcha desde todos los rincones de Honduras hasta el aeropuerto, el desafío a las medidas represivas con que intentaron frenar su desplazamiento, la valentía ante los disparos asesinos de los francotiradores castrenses, y la continuación posterior de la resistencia con la valiente esposa del presidente en primera fila aumentan la admiración que ya sentíamos por ellos millones de latinoamericanos y confirman el acierto político de la decisión del mandatario de regresar junto a su pueblo aunque se le impidiera cumplirla en un primer intento.
Muchos, como la presidente argentina Cristina Fernández, opinan que el golpe en Honduras no está dirigido solamente contra las reformas sociales y políticas que intentaba Zelaya sino responde a una estrategia para minar los cambios progresistas y la democracia en América Latina justo cuando a partir de las promesas de Obama existía la esperanza de un nuevo tipo de relación de Washington con la región. Una estrategia de esta naturaleza no puede proceder más que de la elite estadunidense, principalmente de sus sectores más derechistas, cuyas figuras más visibles por ahora son John Negroponte, Otto Reich, el propio embajador en Honduras Hugo Llorens y los legisladores cubanoestadunidenses, claro está en complicidad con miembros de la jefatura del Comando Sur y la IV Flota –de quienes los generales hondureños son apéndice– y si le creemos a The New York Times hasta con la participación de personeros del Departamento de Estado como el moderado Thom Shannon, seguramente con la colaboración de las oligarquías latinoamericanas.
La solidaridad internacional con el presidente Manuel Zelaya y el pueblo de Honduras, sin precedente en el enfrentamiento a un golpe de Estado, ha sido y continuará siendo un gran estímulo a su lucha, pero lo que finalmente decidirá la partida es su propia capacidad de resistencia. Los hondureños son conscientes de ello.
aguerra_123@yahoo.com.mx
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