01 octubre 2009
Carlos Monsiváis Aceves es un ser humano extraordinario que empezó a iluminar la ciudad y todo este país desde su nacimiento en 1938. Carlos Monsiváis es, sin la menor duda, uno de los escritores hispanoamericanos más poderosos de todos los tiempos. Carlos es un amigo entrañabilísimo que siempre nos conmueve la piel, nos electriza las tripas y nos ventila las neuronas.
Hoy, esta personalidad múltiple que es Carlos Monsiváis enfrenta una nueva y dura batalla con la misma dignidad con la que ha combatido en todas las anteriores. Y de la que quienes lo queremos y admiramos, deseamos de todo corazón que salga con bien.
En estos tiempos de mezquindades y miserias públicas siempre resulta gratificante el rememorar lo mucho que nos ha dado, en décadas de actividad infatigable, quien está unánimemente considerado como el intelectual más químicamente puro de México. Y también sin duda alguna el icono de la izquierda, entendida como una manera de mirar al mundo y no como la pertenencia a algún mediocre partido político.
Imposible en tan breve espacio reseñar la magnitud y la calidad de una obra que incluye más de 50 libros como Días de guardar, Amor perdido, Nuevo catecismo para indios remisos y Escenas de pudor y liviandad, que con sus puros títulos establecen el permanente ejercicio de libertad, espíritu crítico y humor monsivaisiano que ha caracterizado a este escritor comprometido con México y con su tiempo. Añádanse los miles de artículos y columnas Por mi madre bohemios. Luego las conferencias, entrevistas, tareas de difusión cultural y de militancia ideológica que en una febril e inagotable actividad de décadas lo han llevado a ejercer una ubicuidad que se antoja increíble para un hombre que jamás ha manejado un automóvil. Pero que es capaz —me consta— de leer ocho páginas de un libro en el cortísimo tramo del asiento a la puerta del avión. ¿Sabe el propio Monsi cuántas novelas ha leído en su vida? ¿Y cuántas biografías? ¿Y cuántas películas ha visto?
Por eso y más es un portento viviente: a ver, díganme de alguien que al mismo tiempo sea tan sabio, tan memorioso y a la vez tan inteligente como para inventar una frase tras otra a cual más de ingeniosas.
Por eso sus detractores lo más que han podido cuestionarle es que es una enciclopedia de las cosas que no sirven para nada: como si de veras fueran más importantes los estúpidos discursos oficiales que las frases que nos hacen llorar en las películas; como si los datos de la Bolsa fueran más trascendentes que un verso que recordamos de pronto; como si una cuenta llena de ceros valiera más que las convicciones expresadas en una marcha.
Por eso el México que amamos no sería posible sin la obra de Carlos Monsiváis. Y no nos acordaríamos igual del 68 o del 85 que él cronicó como nadie, en su infinito amor por esta ciudad a la que se aferra tanto como a sus 17 gatos, a pesar de los riesgos que una y otros entrañan.
Dice Elena Poniatowska que de chiquito Carlos entonaba así con devoción en el templo de su colonia Portales: “Cristo bendito/ yo pobre niño, por tu cariño me allego a ti/ para rogarte humildemente/ tengas clemente/ piedad de mí”.
Hoy, yo me uno a su canto
Hoy, esta personalidad múltiple que es Carlos Monsiváis enfrenta una nueva y dura batalla con la misma dignidad con la que ha combatido en todas las anteriores. Y de la que quienes lo queremos y admiramos, deseamos de todo corazón que salga con bien.
En estos tiempos de mezquindades y miserias públicas siempre resulta gratificante el rememorar lo mucho que nos ha dado, en décadas de actividad infatigable, quien está unánimemente considerado como el intelectual más químicamente puro de México. Y también sin duda alguna el icono de la izquierda, entendida como una manera de mirar al mundo y no como la pertenencia a algún mediocre partido político.
Imposible en tan breve espacio reseñar la magnitud y la calidad de una obra que incluye más de 50 libros como Días de guardar, Amor perdido, Nuevo catecismo para indios remisos y Escenas de pudor y liviandad, que con sus puros títulos establecen el permanente ejercicio de libertad, espíritu crítico y humor monsivaisiano que ha caracterizado a este escritor comprometido con México y con su tiempo. Añádanse los miles de artículos y columnas Por mi madre bohemios. Luego las conferencias, entrevistas, tareas de difusión cultural y de militancia ideológica que en una febril e inagotable actividad de décadas lo han llevado a ejercer una ubicuidad que se antoja increíble para un hombre que jamás ha manejado un automóvil. Pero que es capaz —me consta— de leer ocho páginas de un libro en el cortísimo tramo del asiento a la puerta del avión. ¿Sabe el propio Monsi cuántas novelas ha leído en su vida? ¿Y cuántas biografías? ¿Y cuántas películas ha visto?
Por eso y más es un portento viviente: a ver, díganme de alguien que al mismo tiempo sea tan sabio, tan memorioso y a la vez tan inteligente como para inventar una frase tras otra a cual más de ingeniosas.
Por eso sus detractores lo más que han podido cuestionarle es que es una enciclopedia de las cosas que no sirven para nada: como si de veras fueran más importantes los estúpidos discursos oficiales que las frases que nos hacen llorar en las películas; como si los datos de la Bolsa fueran más trascendentes que un verso que recordamos de pronto; como si una cuenta llena de ceros valiera más que las convicciones expresadas en una marcha.
Por eso el México que amamos no sería posible sin la obra de Carlos Monsiváis. Y no nos acordaríamos igual del 68 o del 85 que él cronicó como nadie, en su infinito amor por esta ciudad a la que se aferra tanto como a sus 17 gatos, a pesar de los riesgos que una y otros entrañan.
Dice Elena Poniatowska que de chiquito Carlos entonaba así con devoción en el templo de su colonia Portales: “Cristo bendito/ yo pobre niño, por tu cariño me allego a ti/ para rogarte humildemente/ tengas clemente/ piedad de mí”.
Hoy, yo me uno a su canto
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