MÉXICO, D.F., 29 de junio.- En el antiguo derecho romano, recuerda Giorgio Agamben, existía una figura: el homo sacer (el hombre sagrado), cuyos crímenes el Estado no podía castigar, pero a quien cualquiera podía matar y quedar impune. Un ser que a la vez que estaba excluido de todos sus derechos civiles era sagrado en un sentido negativo.
La distinción, según Agamben, entre ese ser y el ciudadano, se encuentra en los dos conceptos que el mundo antiguo tenía para referirse a la vida: zoe (la vida tal cual es, la vivacidad vulnerable del vivir) y bios (la vida organizada, la vida política y protegida por el poder. Es curioso que cuando Jesús en el Evangelio de Juan dice “yo soy el camino, la verdad y la vida”, la palabra griega que usa el evangelista para vida sea zoe). El homo sacer es en este sentido un hombre amputado de su bios político y reducido a su pura zoe, a una vida desnuda como la de un animal, a un ser a quien nada ni nadie ya protege y, en consecuencia, puede ser destruido por cualquiera.
Nadie en el mundo moderno podría sostener esa categoría –las leyes, dicen nuestras constituciones democráticas, están hechas para proteger a todos–. Sin embargo, es cada vez más evidente que en el mundo en donde las víctimas nos preocupan como en ningún otro periodo de la historia, el homo sacer aparece sin nombre alguno, pero pleno en su condición de vida desnuda, de sacralidad desprotegida y, he allí la novedad, regulada en su asesinato por lo que Michel Foucault llamó “el biopoder”. Desde las leyes que despenalizan el aborto y dejan a la zoe fetal al abrigo de la voluntad de la madre y del sistema médico, hasta la vida abandonada a la violencia por la soberanía del estado de excepción –la de los refugiados, los indocumentados, los pobres, los disidentes políticos–, pasando por la percepción bioética de la vida humana como un puro material intercambiable para la salud y el mejoramiento de la especie, el homo sacer no ha sido desalojado de la historia, sino reelaborado. Aunque todos esos seres tienen una vida supuestamente protegida por las leyes, en el orden de los factos carecen de cualquier significado verdaderamente político. Son pura vida desnuda y abandonada a cualquier poder.
En México, desde que Calderón desató la guerra contra el crimen organizado, el homo sacer aparece por todas partes bajo el nombre de “bajas colaterales”, de “indocumentados”, de disidentes políticos. Sus crímenes –que, como en la fórmula del homo sacer del antiguo derecho romano, no puede castigar el Estado– son no tener una identidad política, es decir, una identidad reconocida por sus vínculos con el poder y, en consecuencia, son zoe pura cuya muerte sirve al mismo poder.
Los estudiantes asesinados en varias partes del país; los muchachos masacrados en instituciones de desintoxicación; la muerte de Bety Cariño y Jyri Jaakola, quienes trataban de llevar alimentos a pueblos sitiados por fuerzas armadas; la del niño Sergio Adrián Hernández, asesinado por poderes estadunidenses entre Ciudad Juárez y El Paso, Texas; los “ciudadanos” matados equívocamente por el Ejército en su persecución de narcotraficantes; los niños quemados en la guardería ABC; la muerte de Paulette y el sinnúmero de víctimas que desconocemos porque ni siquiera han tenido el “privilegio” de ser documentadas por los medios de comunicación, son hombres sagrados modernos frente a los cuales el Estado, como el poder romano de la antigüedad, no se hace responsable; a veces –cuando la protesta rebasa el silencio del Estado–, unas condolencias dichas con los dientes apretados y la justificación para redoblar la violencia. En medio de una guerra que lo justifica todo, esos seres son para el Estado zoe, vida desnuda cuya muerte se enterrará en los archivos de la burocracia y en la desmemoria moderna.
Lo más grave es que todos los ciudadanos, en medio de esta guerra, somos hombres sagrados en potencia. Salidos a la calle nos volvemos desnudez que cualquier poder puede solicitar para sus fines. Desprovistos en nuestra condición de zoe de nuestras libertades políticas, somos potencialmente susceptibles de cualquier intervención del poder.
Al igual que en el orden mundial que se ha vuelto biopolítico, pero de manera más explícita, en México el ser humano ha dejado de ser esa zoe que el cristianismo reveló como el sitio privilegiado de las relaciones éticas, para convertirse, como en el homo sacer de la Roma antigua, en una realidad vital pura que puede ser administrada, manipulada y asesinada impunemente por cualquier poder.
Los mexicanos tenemos que recorrer un largo camino para recuperar la dignidad. Para ello debemos rechazar claramente las mentiras con que el gobierno nos atiborra. No se construye la dignidad de la vida con la guerra ni con la propaganda; las palomas de la paz no se posan sobre los cadáveres; la libertad no puede mezclar a las víctimas con los criminales y convertirlas, por el sólo hecho de existir, en zoe disponible para las operaciones del poder. De eso hay que estar seguros, como seguros debemos estar de que la libertad no es un regalo que se recibe de un Estado o de cualquier poder, sino un bien que está en la zoe misma y que todos los días debemos defender mediante el esfuerzo de cada uno y la unión de todos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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