MÉXICO, D.F., 20 de agosto.- El terrorismo ha aparecido en México. A partir de la explosión en Ciudad Juárez de un coche bomba accionado desde un teléfono celular, y de las granadas utilizadas por narcotraficantes y provenientes de Centroamérica, se ha tomado conciencia de varios hechos. El primero, que hay asesoría criminal sofisticada que viene del exterior; se ha señalado a Colombia o a países centroamericanos con experiencia en luchas guerrilleras como las fuentes más probables. El segundo, que una vez adquiridos armas y conocimientos para nuevas expresiones de violencia, es altamente probable que vuelvan a ser utilizados; en otras palabras, el salto cualitativo en la violencia augura, también, su permanencia y profundización. El tercero, que cambian los parámetros para la relación con Estados Unidos; de modo que el propósito de establecer una zona fronteriza que fuera ejemplo de los beneficios del intercambio está siendo sustituido por manejar conjuntamente una región en guerra.
Funcionarios tanto de México como de Estados Unidos se apresuraron a negar la pertinencia de referirse a los hechos ocurridos en México como terrorismo. Los ataques en Ciudad Juárez no iban dirigidos de manera indiscriminada a grupos civiles, señaló el embajador de México en Washington; otro tanto expresó el embajador estadunidense en México, para quien los hechos de la frontera son muy inquietantes, pero se debe diferenciar entre lo que es y no es terrorismo. De acuerdo con él, terrorismo se refiere a la acción de grupos cuyo objetivo es obtener el control del gobierno.
Es fácil cuestionar el uso del término. No existen criterios precisos para afirmar que hay un problema de terrorismo porque no hay acuerdo sobre su definición. Los expertos de Naciones Unidas llevan varios años reuniéndose para llegar a una definición universalmente válida sin haberlo logrado. Lo más cercano a un consenso es la definición incorporada en el Informe Un concepto más amplio de la libertad, presentado en 2005 por el entonces secretario general de la ONU: Es “toda acción encaminada a causar la muerte o un grave daño corporal a civiles no combatientes, con el fin de intimidar a la población u obligar a un gobierno u organización a hacer o dejar de hacer alguna actividad”. (Párrafo 91 del Informe.)
Los hechos que han tenido lugar en las ciudades fronterizas del norte del país caen dentro de esa definición. En efecto, han causado la muerte de civiles, han intimidado a la población y han tratado de que el gobierno u organizaciones criminales enemigas hagan o dejen de hacer ciertas actividades. Ante lo grave de la situación, es importante tomar conciencia de los efectos que la nueva violencia fronteriza tiene sobre el futuro de las ciudades donde ocurre y sobre su impacto en la relación con Estados Unidos.
La desconfianza, el escepticismo y el temor son sentimientos generalizados en las ciudades de Torreón, Ciudad Juárez o Nuevo Laredo. Llevará tiempo reponer las inversiones que se han ido, regresar a los profesionistas que están saliendo, reconstruir el tejido social que se ha desbaratado. Esas ciudades fragmentadas, empobrecidas y al amparo de la delincuencia no son la situación más alentadora para llevar adelante las relaciones fronterizas que sería deseable construir con Estados Unidos. Por el contrario, lo que ahora se puede esperar del país vecino es el incremento de presiones para enviar a la Guardia Nacional, levantar más vallas y aumentar la presencia de asesores que analicen, diagnostiquen e implementen acciones para reducir la violencia.
Académicos y diplomáticos se habían empeñado en proponer un futuro mejor para la región fronteriza. Habían insistido en fortalecer la infraestructura, promover mayor coordinación y capacidad de iniciativa a nivel local y aprovechar las ventajas del capital humano existente, así como la sinergia entre grupos empresariales de ambos lados, para lanzar programas de largo plazo en materia de desarrollo económico.
Lo anterior pasa a segundo plano al desatarse la violencia. Desde la muerte de funcionarios adscritos al consulado estadunidense en Ciudad Juarez, las ciudades fronterizas han sido incorporadas a la lista de lugares de alto riesgo para el personal diplomático estadunidense, lo cual significa, entre otras cosas, recibir percepciones salariales adicionales como forma de compensar la inseguridad en que se vive. A nivel mundial, hay una lista de sólo 22 países donde se otorga el “bono por situación de peligro”; de América Latina se encuentran Bolivia, Colombia, Haití y México.
La percepción del peligro y su repercusión en Estados Unidos se advertía ya en el Informe Anual del Departamento de Estado correspondiente al 2009 sobre la Cooperación Internacional en la Lucha Antiterrorista, que señala: “La violencia atribuible al crimen organizado en la frontera norte (de México) continúa afectando las capacidades de las fuerzas policiales, creando vulnerabilidades potenciales que terroristas que buscan acceso a Estados Unidos podrían explotar”.
La semana pasada se efectuaron una serie de Diálogos sobre la Seguridad, entre el presidente Calderón y grupos de académicos y políticos, en los que se abordó la estrategia seguida en el combate al crimen organizado, sus aciertos y desaciertos. Curiosamente, no se tocó el problema de las consecuencias en la relación con Estados Unidos de las acciones de corte terrorista en la frontera. Se mantiene la tendencia a ignorar el hecho que la posibilidad de terrorismo en México da una nueva dimensión a las acciones bilaterales en materia de seguridad. Si la frontera norte es una región en guerra, el entendimiento con Estados Unidos sobre qué hacer al aparecer allí tácticas terroristas es de enorme trascendencia. Estamos obligados a reflexionar y tener información sobre lo que está ocurriendo.
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