1.
La Patria no es un fulgor abstracto. Tampoco el fulgor de los huesos de los hombres fuertes del pasado. No puede ser la esperanza de una Patria mejor, segura y justa que los anuncios mercadotécnicos del gobierno federal nos invitan a soñar despiertos, como si alucinar fuese una actividad patriótica. Ni ha de ser el chisporroteo de juegos pirotécnicos en la plaza pública: por maravillosos que sean, y lo serán, serán fugaces.
La Patria es hoy. Es diaria y es real y es tangible. Es eso que nos une, lo deseemos o lo deploremos. Es eso que no tiene dueño particular y es de todos: lo nuestro. Es el bien común, y también, por desgracia, el mal común.
No es entonces casual que muchos nos encontremos con los corazones atribulados por la incertidumbre de salir este septiembre de nuestras casas a festejar. Festejar qué de la Patria, nos preguntamos, y cómo no deplorar mucho.
Porque el mal común de nuestro tiempo es grande y peligroso. Esta guerra civil que llegó puntual según las profecías numerológicas, pero que no es la guerra de clases sociales que tanto temíamos, sino una harto peor. Una guerra sin ideología y sin héroes. Una guerra que ha invadido con sus armas y explosiones la tercera parte del territorio ha borrado el optimismo en el país completo y se cuela hasta lo más íntimo de cada uno de nosotros, cuando los truhanes roban nuestras casas, secuestran a nuestros seres amados, nos hurtan nuestros patrimonios y, sin tener a donde acudir para exigir justicia, quedamos llenos de impotencia y odio.
Sincerémonos: Del otro lado de las barricadas, del otro lado de la barbarie de esta guerra, más allá de nuestra rabia, ahí donde la vida se esfuerza en trascurrir civilmente, tampoco podemos reposar, y es que ahí otro mal, menos mortífero pero sí corrosivo, nos envenena. El encono. La discordia.
Dice Aristóteles: “La discordia es un estado de cosas en que cada uno toma del bien común lo más que puede y regresa lo menos posible”.
Ojeemos nuestra pirámide social. Primero a nuestros ricos. Hay pocas economías grandes con ricos tan ingratos como los nuestros. El hombre más rico del mundo nos vende, en su país, una de la bandas anchas de internet más lentas del planeta y a cambio nos cobra una de las rentas más altas. Cemex, que lleva en su nombre el nombre de México, ordeña el mercado nacional para sufragar su globalización: acá vende más caro que en ningún otro sitio el cemento. Nuestros grandes bancos (bueno, es un decir, los bancos transnacionales que acá operan) consideran sus sucursales mexicanas las joyas entre sus garbanzos: acá pagan poco el ahorro, cobran cada servicio y cada error al usuario, y prestan muy caro; y así, acá han condenado a una generación de empresarios incipientes al estancamiento de sus sueños.
De nuestra clase política qué decir sino lo consabido. Cada facción vigila a la otra para estorbarla y ninguna cede un ápice a la cooperación. Y cada facción, ocupada por conseguir para sí más poder, extravía la misión que la llegada de la democracia le imponía a esta generación de políticos: la edificación de un Estado que con leyes, jueces y maestros protegiera y agrandara el bien común.
Reina la discordia en la punta de nuestra pirámide social. La discordia que viene de la abundancia acaparada. Del bien común saqueado y vuelto a saquear. Y, como fiel reflejo, los corazones de los ciudadanos se encuentran en disputa, indecisos en salir a la plaza pública a festejar ese campo de batalla llamado Patria.
2.
Y sin embargo, algo más sucede en los márgenes del odio y la barbarie. Algo menos publicitado, más despacioso, algo luminoso que serena los corazones.
Nuestras universidades públicas han vuelto a ser el espacio de la discusión informada de realidad. Hoy nuestros sabios universitarios tutelan tradiciones mexicanas en la arqueología, en la antropología, en la medicina, en la arquitectura, en la biología, para nombrar las más visibles. Hoy vemos erguirse, aunque entre tirones para impedirlo, a una Suprema Corte de Justicia autónoma por primera vez en nuestra historia.
Hoy en unas cuantas porciones de México se embellecen las plazas públicas. Se remozan las calles. Se venden o rentan a precios sensatos bicicletas y motocicletas, para preservar el aire. Se repueblan el Mar de Cortés y el Mar Caribe mexicano gracias a ciencia mexicana. Hoy trabaja con paciencia y poco interés de los medios masivos la generación de artistas y escritores más numerosa de nuestra historia –y también, hay que reconocerlo, la más apoyada por el Estado–. Hoy se han abierto varias colecciones de arte de empresas nacionales a los ciudadanos, como la Colección Coppel o la Colección Jumex. Francisco Toledo y Proax siguen expandiendo la belleza por Oaxaca. Las series de la televisión pública y privada cada temporada tienen mejor factura y más relevancia. El cine vive ya 10 años de auge. Un patronato de empresarios y un equipo de ecologistas protege y desarrolla las 18 hectáreas de la reserva natural Montes Azules.
Hoy la sociedad civil sigue armando sus organizaciones. Semillas dona millones de pesos a los grupos de mujeres que trabajan en mejorar la vida de las mujeres. Las Libres de Guanajuato donan su eficacia profesional para defender gratuitamente a mujeres encarceladas por ser mujeres. Miles de mexicanos cabildean los derechos de los mexicanos de capacidades y preferencias distintas.
¿Qué festejar este septiembre? A esos mexicanos de corazones enteros. Esos mexicanos que practican la generosidad civil: que ensanchan la Patria y no la roban, regidos por una exigencia personal de nobleza. La nobleza: los actos que a nadie quitan y a todos benefician. La definición es otra vez de Aristóteles.
Esos mexicanos son los héroes de nuestro presente. Rodeados de violencia, infunden a nuestra realidad la concordia y marcan un camino a seguir. Si emulándolos lográramos un pacto ciudadano para enriquecer el bien común; si cada mexicano, rico o pobre, diera un paso adelante para aumentar lo que es de todos, estaríamos en camino de escapar de lo que hoy es nuestro mal común: la discordia, y su prolongación por medios físicos: la guerra.
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