MÉXICO, D.F., 1 de octubre.- En la polémica sobre la irrelevancia o la oportunidad de celebrar el Bicentenario de la Independencia, entre los festejos y la parafernalia de sus gastos, en medio de la superficialidad del recuento cronológico que todo mundo conoce por la educación de efemérides en la que se sustenta la formación ciudadana, se ha perdido la idea de que una conmemoración histórica de esta magnitud debiera ser vista como un mecanismo de aprendizaje social.
Muy por el contrario, el Bicentenario de la Independencia –hecho histórico que ha quedado limitado al máximo en los actuales libros de texto de educación básica– se redujo en el programa gubernamental a la simpleza de un festejo.
Mal papel está jugando el encargado de estas festividades, el secretario de Educación Pública, porque perdió la oportunidad de propiciar una reflexión sobre la situación histórica del país generando programas de aprendizaje en las escuelas alrededor del significado de ese periodo crucial, lo cual hubiera sido un acontecimiento pedagógico único. Además de que parece concentrado sólo en responder a los ataques de sus otrora principales aliados (el SNTE), y en justificar los enormes gastos y el nulo impacto que todo esto tiene para el sistema educativo nacional.
Lo curioso es que fue patente el cinismo que mostró el secretario Alonso Lujambio ante la Comisión del Senado de la República (20/09) al referirse a la erogación de recursos públicos para las festividades del Bicentenario. ¿Cómo es posible que se justifique que, en un solo día de espectáculo y fiesta (27 carros de oropel, unos cuantos conciertos musicales y la pirotecnia), se hayan gastado 667 millones de pesos, y que esa erogación se considere cualquier cosa? ¿Qué se aprendió en las escuelas con esa conducta? Nada, en realidad, pero sí fue patente la ligereza con la que se manejan asuntos públicos de relevancia como los educativos.
Mientras en diversas partes del mundo se discute sobre los nuevos contenidos necesarios para la formación de niños y jóvenes, se ponen en marcha sucesivas reformas curriculares, se crean universidades y centros de investigación, se elevan los presupuestos para la educación y la ciencia, aquí, en este país, la SEP se concentra en negociar la gordura de los niños con las empresas de comida chatarra, en pelearse con los burócratas del peor sindicato del país (el SNTE), y en tratar de mantenerse ante los reflectores para ganar en imagen mientras el sistema educativo nacional se hunde en el peor momento que ha tenido en toda su historia.
Otro aniversario tuvo, en cambio, mucha más sustancia: el centenario de la UNAM. En esta institución se propició la reflexión sobre el significado y el impacto que ha tenido su historia emblemática, se organizaron eventos para sustentar la crítica nacional y global sobre los problemas actuales con prominentes figuras intelectuales, se dio cuenta de las condiciones coyunturales que están conduciendo al país a un verdadero desastre y, al mismo tiempo, estuvieron presentes el orgullo y
la vivacidad de su comunidad. Aquí no hubo invitados, sino protagonistas. Fue una conmemoración auténtica y muy sentida desde muchos y diversos ámbitos, y no una fiesta. Entre la conmemoración y la festividad hay cuestiones de fondo, y mucha falta hace ahora comprender sus diferencias.
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