Por Guillermo Castro H.
El 8 de enero pasado, en Tucson, Arizona, Jared Loughner, un joven desquiciado, disparó en un acto público contra la congresista demócrata Gabrielle Gifford, la cual resultó herida de gravedad, al tiempo que otras seis personas fueron asesinadas. Los motivos del homicida, arrestado de inmediato por las autoridades, parecen estar vinculados a su desequilibrio mental. Aun así, el hecho de que el atentado ocurriera en momentos en que los Estados Unidos enfrentan una severa crisis económica y una escalada en la agresividad política de los sectores más conservadores de esa sociedad, mueve a reflexión –una vez más– sobre el papel de la violencia en la historia de ese país.
Al respecto, diversos comentaristas de medios de prensa de norteamericanos han hecho referencia al asesinato del Presidente James Garfield en 1881, precedido en 1865 por el de Abraham Lincoln y seguido por los de William McKinley en 1901 y John F. Kennedy en 1963. En todos los casos, los homicidas -John W. Booth, Charles Guiteau, León Czogolz, Lee H. Oswald y el propio Lougher- resultaron ser individuos perturbados, de oscuro origen social y sin filiaciones políticas claras, que parecían haber actuado por propia iniciativa.
Desde una perspectiva latinoamericana, la reflexión sobre estos hechos puede y debe ser enriquecida con el aporte de los numerosos artículos que el escritor cubano José Martí –por entonces exilado en Nueva York, donde era corresponsal del periódico La Opinión Nacional, de Caracas– dedicara a la muerte de Garfield y al juicio y ejecución de su asesino, entre septiembre de 1881 y junio de 1882. Así, por ejemplo, hoy –cuando se discute si Jared Lougher mantenía vínculos con la extrema derecha conservadora, o simplemente se vio estimulado en su locura por el clima de confrontación política que ésta promueve-, conviene recordar lo que observara Martí sobre los motivos de Charles Guiteau para atentar contra el Presidente Garfield. Dijo entonces el cubano:
“Más ¿quién sabe cuántos empujan la mano que finalmente que al fin cae sobre la víctima? ¿quién sabe qué misteriosos y grandes cómplices tendrá este hombre, de cuya complicidad ni él mismo sospecha?¿Qué lazo singular ha venido a unir a un mismo tiempo el resultado de los insanos y desmesurados apetitos del asesino, y el interés de un partido político, que con la vida y actos de Garfield no tenía ya esperanza alguna de existencia?¿Qué sutil veneno no se habrá tal vez vertido por hábiles manos en el espíritu de este criminal, conocido y servidor de todos aquellos en quienes caería irremediablemente la herencia del poder, si muere Garfield? A tales abismos desciende el interés humano, - y había postrado en tierra la inusitada y brillante energía del nuevo Presidente tantos intereses; había arremetido, con tan noble vehemencia, contra los que, en su provecho y en el de su gloria, estaban en camino de deshonrar a su partido y a su patria; había levantado tan alta valla a ambiciones desmedidas, ilimitadas, criminales; había hecho saltar, como acero mal templado, planes e intrigas tan trascendentales y sombríos, - que si el ánimo generoso se aflige de dar cabida a una sospecha injusta, las lecciones históricas, los intereses en lucha, y el carácter y momento del suceso la hacen surgir y la autorizan.” [1]
De entonces data, también, la observación que hace Martí en un artículo posterior, donde relata lo siguiente:
“Un americano pregunta al Sun de Nueva York: - “Al señor editor del Sun.- Señor.- Este es un gran país, y sin embargo, es un hecho que dentro de los últimos 16 años dos Presidentes ha muerto asesinados; otro Presidente fue procesado; y a poco se le echa de su puesto; y otro Presidente ocupó su puesto por abominable fraude. ¿No es éste un interesante estado de cosas? ¿Qué viene ahora?”. [2]
El “¿Qué viene ahora?” del lector del New York Sun en 1881 sigue teniendo una preocupante vigencia. En los Estados Unidos -como en todas las sociedades desarrolladas al calor de las contradicciones y conflictos característicos del moderno sistema mundial-, la violencia ha desempeñado un papel en su vida política. Además de las víctimas de atentados individuales, por ejemplo, más de 600 mil norteamericanos perecieron en la Guerra Civil de 1860–1865, una cifra equivalente a las bajas combinadas de combatientes en todas las guerras con otros países en que se ha visto involucrado el Estado norteamericano.
Convendrá, una vez más, prestar atención a los llamados a la reflexión y la cordura que han hecho tanto el Presidente Obama como Fidel Castro, que en esto han coincidido por encima de las diferencias que los separan en otros múltiples terrenos. Lo ocurrido a la congresista Gifford –una demócrata liberal, comprometida con la reforma migratoria y la lucha a favor del ambiente en su país y en el mundo– ha sido, en efecto, un crimen atroz cometido en un clima de antagonismos exacerbados. Que haya o no complicidades de otros en el hecho es algo que corresponderá establecer a la justicia norteamericana. Para el mundo entero, sin embargo, como en primer lugar para los propios norteamericanos, resalta hoy el contraste entre una cultura política que favorece un clima de complicidades entre partidarios de la confrontación, y otra que favorece un clima de responsabilidad hacia las normas, los valores y las instituciones que garantizan la convivencia ciudadana en una circunstancia política tan compleja y difícil como la que enfrentan hoy los Estados Unidos.
Gabrielle Gifford ha sobrevivido al intento de asesinarla. Esperemos que eso anuncie, también, que sobrevive la disposición de quienes creen en los valores de la libertad, la democracia y el gobierno de todos para el bien de todos, para encarar y revertir la agresividad creciente de quienes no creen en esos valores y se esfuerzan cada día en erradicarlos de la vida política, allá, acá, y en todas partes de un mundo en crisis.
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