martes, marzo 22, 2011

Pascual, el embajador “fallido”

Obama y Pascual.

Jorge Carrasco Araizaga

MÉXICO; D.F.; 20 de marzo (Apro).- Agraviado en su persona y en defensa de su gestión gubernamental, no del país, Felipe Calderón hizo del embajador de Estados Unidos en México, Carlos Pascual, un chivo expiatorio de su propia subordinación a la estrategia estadounidense contra las drogas.

Es una victoria personal de Calderón cuyo verdadero talante lo mostró uno de sus hombres, su secretario del Trabajo, Javier Lozano, quien, irónico, escribió en las redes sociales apenas el Departamento de Estado dio a conocer la renuncia del embajador, la tarde del sábado pasado: “Ah, cómo lo extrañaremos”… “Tan buen ojo que tenía Pascual para evaluar a los precandidatos del PAN”.

La burla obedeció al agravio personal que el propio Lozano tenía desde que se conoció uno más de los cables incómodos de Pascual en el que calificó como “grises” a los panistas que pretenden suceder a Calderón en Los Pinos; Lozano incluido.

Calderón y los suyos se podrán ufanar de que echar a un embajador de Estados Unidos no es poca cosa. Pero tal “proeza” de nada sirve cuando se trata sólo de la defensa de intereses personales.

Pírrica, esta victoria aislará más a su gobierno. Su conflicto con el presidente de Francia, Nicolás Sarkozy, por el caso de Florence Cassez, lo alejó de un aliado histórico y colocó a México en un escándalo internacional, como si no fuera suficiente la violencia desatada durante su gobierno.

La designación del sustituto de Pascual llevará meses. El gobierno de Barack Obama no tendrá prisa en nombrar a un nuevo embajador sobre todo conforme se acerque el final del gobierno de Calderón, quien en perspectiva de las elecciones presidenciales del 2012 se acerca cada vez más a la definición estadounidense del “pato cojo” (lame duck); es decir, cada vez tendrá menos poder y, por lo tanto, habrá menos interés en negociar con él. No hará falta, lo que había que negociar ya lo hizo el embajador non grato.

El ocupante de Los Pinos sabía a lo que venía Pascual: a trabajar en la lógica de los estados fallidos, a la que se había dedicado en Europa del Este, África y Haití y que logró colocar en la agenda pública mexicana.

Calderón no sólo le dio el beneplácito político y diplomático: hizo suya la estrategia diseñada por Washington para la “guerra” contra las drogas en México y que Pascual, además de alimentarla, estaba encargado de su instrumentación.

Pascual cayó por la revelación de los cables de Wikileaks, no por “ignorante”, por sus juicios políticos o entrometerse en la vida de México, como en efecto lo hizo y lo han hecho los embajadores estadounidenses.

El embajador cayó porque evidenció la manera en que Calderón se acercó a Estados Unidos y las dificultades que ha tenido para cumplir su “tarea” desde la perspectiva estadounidense.

En lo que ya es un hecho histórico asumido por propios y extraños es que ante su falta de legitimidad como presidente de México, Calderón hizo del combate al narcotráfico su principal política de gobierno para pasar del triunfo legal al reconocimiento social. No reparó en costos: ni en las pérdidas de vidas humanas en México ni en plegarse a los intereses estadounidenses.

Más de 35 mil muertos y las atrocidades que ocurren en todo el país, se lo dijo la semana pasada el director del FBI, Robert Muller, indican que no se puede hablar de éxito. Aun cuando la “guerra” contra las drogas salió de Estados Unidos, el mensaje no puede ser más claro: Estados Unidos no está satisfecho con la manera en que Calderón dice enfrentar el problema.

La urgencia económica y la orfandad política han llevado a los gobernantes mexicanos en años recientes –por no hablar de la historia de las relaciones bilaterales– a ceder unos más que otros. Ernesto Zedillo hipotecó la factura petrolera en medio de la crisis financiera desatada entre el salinismo y el propio Zedillo.

A cambio de nada, luego de los atentados terroristas de 2001 en Estados Unidos, Fox cedió para que México se convirtiera en el perro guardián de la frontera y desde entonces se multiplicaron los maltratos contra los migrantes internacionales.

Calderón, más vulnerable que sus antecesores, acudió a Estados Unidos a pedir ayuda: “quería todos los juguetes” y Washington le puso un centro de espionaje civil y militar en el corazón de la ciudad de México; quería ayuda militar y a cambio de mil 500 millones de dólares –de la Iniciativa Mérida– que todavía no se entregan en su totalidad, obligó a los militares mexicanos a rendirle cuentas al Congreso de Estados Unidos, algo que ni en sueños hacen con los legisladores mexicanos.

Dividió a las Fuerzas Armadas, consintió vuelos no tripulados para que Estados Unidos hiciera espionaje en territorio mexicano, supo de la operación de contrabando de armas Rápido y Furioso y, al final, no le gustó que el embajador le pusiera “mucha crema a sus tacos”.

jcarrasco@proceso.com.mx

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