Eduardo Ibarra Aguirre
Por lo menos desde el 23 de septiembre de 1965, con el asalto al cuartel militar de Madera, Chihuahua, es posible disponer de pruebas documentales sobre la existencia de guerrillas rurales, y más tarde urbanas, en México.
Los estudiosos del tema no se ponen de acuerdo si son 15 o menos los grupos armados que actúan en diversos puntos de la geografía nacional.
51 años de presencia ininterrumpida muestra un fenómeno sociopolítico que no es recomendable subestimar y mucho menos ignorar, sobre todo por los gobernantes que estrenaron puestos de primerísima línea desde un minuto antes de la medianoche del 30 de noviembre, en una extraña ceremonia de transmisión del mando presidencial de manos de Vicente Fox Quesada -con la torpe entrega de la banda a un cadete del Colegio Militar-, a Felipe del Sagrado Corazón de Jesús Calderón Hinojosa, quien fue declarado presidente de la República por un solemne e ignaro maestro de ceremonias. ¡Cómo olvidarlo!
Jesús Aranda, el reportero especializado en fuerzas armadas, presentó a los lectores de La Jornada (15-XII-06, pp. 12-13) una entrevista que no tiene desperdicio, con Manuel, José Arturo, Gertrudis y Javier, dirigentes de las organizaciones armadas Movimiento Revolucionario Lucio Cabañas Barrientos, Tendencia Democrática Revolucionaria-Ejército del Pueblo, Brigada de Ajusticiamiento 2 de Diciembre, Organización Insurgente 1 de Mayo, Brigadas Populares de Liberación y Unidad Popular Revolucionaria Magonista.
Como es sabido, cuando los cauces institucionales para la participación ciudadana se estrechan y se producen regresiones en la vida política del país, como para muchos ciudadanos sucedió el 2 de julio, ya no digamos cuando se ponen en juego operativos policiacos y militares por encima de la Constitución que teóricamente rige a gobernantes y gobernados, como sucede desde el 25 de noviembre en la capital y la zona metropolitana de Oaxaca, es cuando se estimula abiertamente el incremento de los militantes de las organizaciones armadas.
Los grupos guerrilleros que en este caso muestran capacidad de coordinación política y operativa, pese a diferencias evidentes en la táctica y la estrategia que plantean sus voceros, no son principalmente productos de ideologismos trasnochados o voluntarismos a ultranza.
Desde mi percepción, cualquier mexicano que pone en riesgo su vida por bregar a favor de ideas, por equivocadas que me parezcan, merece el respeto de todos. Simplemente porque la vida es el bien mayor e irrepetible del ser humano.
Además, no supongamos que los anchos espacios democráticos conquistados por varias generaciones son la constante en Los Altos de Chiapas, La Montaña de Guerrero, la Sierra Norte de Puebla y las zonas más recónditas del México rural. Allí predomina la ley del más fuerte.
Los seis grupos guerrilleros sostienen la necesidad de “abrir nuevas rutas de cambio social, no necesariamente armadas”, también su simpatía a la resistencia civil, encarnada en la Convención Nacional Democrática, y la decisión de Andrés Manuel López Obrador de no reconocer el fallo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, porque “ha contribuido a develar el carácter de clase y represivo, así como el uso faccioso de las instituciones gubernamentales”.
El apoyo que brindan al de Macuspana, Tabasco, lo expresan los voceros guerrilleros con una advertencia de recomendable lectura para los que atizan interesada y remuneradamente la histeria por el presunto radicalismo obradorista. Dicen, lo apoyamos “aunque no proponga ninguna alternativa social profunda a la opresión y explotación capitalista”.
Más claro ni el agua.
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